Buscar la paz verdadera

En estos días calurosos de verano, en los que un gran número de personas tienen unos días de merecido descanso, es normal que pretendan encontrar un poco de paz exterior para reponer las fuerzas desgastadas por el ajetreo diario del año. No siempre se consigue, dependerá de muchos factores externos ajenos a nuestra voluntad. Pero lo que, si que podemos conseguir todos, tengamos o no esos días de reposo, es la paz interior, esa paz del alma y el corazón que sólo Dios puede otorgar. Procuremos buscarla ahora y en todo momento, pidiéndosela con fervor a quien realmente nos la puede dar: nuestro Padre Dios.

Jesucristo se presenta a sus Apóstoles no sólo deseándoles la paz, como hacían todos los judíos, sino otorgándoles la paz: “Mi paz os doy, mi paz os dejo”. La verdadera paz es aquella que anida en nuestro interior, que nos lleva a actuar en todo momento con serenidad y confianza, por muy grandes y complicados que sean los problemas que nos asaltan. Es la paz del que tiene la conciencia tranquila porque tiene el alma limpia. Porque busca el Reino de los Cielos, escucha la Palabra de Dios y se esfuerza por vivirla. Confía en Dios y encuentra, así, la paz duradera.

Cuántas veces se oye decir a la gente que entra por primera vez en Montalegre: “Qué paz hay aquí”. Y no es por el silencio del ambiente, o porque esté la Iglesia vacía en ese momento, sino porque realmente la belleza del Templo y sobre todo la presencia de ÉL, transmiten paz. Un rato de oración ante el Sagrario o ante una de las imágenes de la Virgen, o ante el crucifijo del fondo de la nave, llenan de paz. Esa conversación sincera con el sacerdote que te escucha y esa confesión, también sincera y profunda, nos llenan de paz. María, Asunta al cielo, que busquemos esa paz.

Mn. Xavier Argelich

El domingo, día del Señor

Al inicio del periodo estival levantamos nuestro corazón en acción de gracias a Dios, nuestro Padre y Señor, por todos los dones y beneficios que nos ha otorgado durante este curso que hemos terminado. Realmente han sido abundantes y por eso nuestro agradecimiento también queremos que sea grande. En Montalegre, hemos vivido acontecimientos de gran alegría y emoción como han sido el bautizo de dos jóvenes y la peregrinación a Tierra Santa, por poner dos ejemplos de los tantos que ha habido.

Pero el más importante de todos es el que vivimos todos los días y, de manera muy especial, cada domingo: La celebración de la Eucaristía. Este es el gran acontecimiento no sólo para los que vivimos la fe, sino para todo el mundo todo el universo, porque la Santa Misa renueva el Sacrificio de Cristo para toda la humanidad y para toda la creación, devolviendo todo al Creador.

En Montalegre siempre hemos procurado cuidar de manera muy especial la celebración del Santo Sacrificio del Altar, teniendo cuidado de la liturgia, de los ornamentos y vasos sagrados, del canto y de la piedad en la celebración. La Eucaristía es el gran don Dios a los hombres y mujeres de todos los tiempos Gracias Señor por haberte quedado en la Eucaristía y por darnos la vida eterna en ella. Nunca seremos capaces de abarcar toda su grandeza, y eficacia humana y sobrenatural, pero si lo suficiente para desear amarla más cada día.

Durante el verano se nos puede hacer más costoso e incluso nos puede resultar más difícil coordinar nuestras actividades con la asistencia a la Eucaristía. Precisamente por ello, buscaremos la manera de que continúe siendo el centro de nuestra vida y de modo especial los domingos. El domingo verdaderamente es el Día del Señor. Nos lo recuerda el salmo 118: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

Hoy en día, el domingo, fiesta primordial de los cristianos, ha pasado a ser el “fin de semana”, entendido como descanso, diversión y evasión. Y lo mismo ocurre, muchas veces, en el verano. Procuremos que esto no ocurra en nosotros ni a nuestro alrededor; devolvámosle la centralidad del domingo al Señor y todos saldremos ganando.

Mn. Xavier Argelich

Beata Guadalupe Ortiz de Landázuri

El pasado 18 de mayo, en Madrid, era declarada beata una mujer del Opus Dei. La primera fiel laica de esta Institución de la Iglesia, fundada en 1928 por San Josemaría Escrivá, que llega a los altares. Es un motivo de alegría para todos.

Nos encontramos ante una mujer cuya vida ha sido iluminada por la fidelidad al Evangelio, y ella misma ha sido luz para aquellos que ha encontrado a lo largo de su existencia, mostrando un coraje y una alegría de vivir que procedían de su abandono en Dios, a cuya voluntad se conformaba día tras día, y cuyo descubrimiento la hizo testigo valiente y anunciadora de la Palabra de Dios.

Guadalupe estaba siempre alegre porque dejó que Jesús la guiara y que Él se encargara de llenar su corazón. Desde el momento en que vio que Dios le llamaba a santificarse en el camino del Opus Dei, fue consciente de que esa misión no era simplemente un nuevo plan terreno, ciertamente ilusionante, sino que era algo sobrenatural, preparado por Dios desde siempre para ella. Y, dejándose llevar por esta certeza de fe, Dios la premió con una fecundidad espiritual y apostólica que no podía siquiera sospechar y con una felicidad grande y contagiosa.

Decidámonos a imitarla, conscientes de que la santidad supone abrir el corazón a Dios y dejar que nos transforme con su amor, y supone también salir de sí mismo y andar al encuentro de los demás donde Jesús nos espera, para llevarles una palabra de ánimo, una mano de apoyo, una mirada de ternura y consuelo. Ella puso sus numerosas cualidades humanas y espirituales al servicio de los demás, ayudando de modo especial a otras mujeres y a sus familias necesitadas de educación y desarrollo.

Mn. Xavier Argelich

En verdad ha resucitado

Acabamos de celebrar y proclamar, un año más, la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Desde hace dos mil años la Iglesia no ha dejado de anunciar y recordar que Cristo Vive. Al que condenaron y crucificaron por anunciar la verdad, que era Hijo de Dios, ha resucitado. Esta es la gran verdad que llena de esperanza a la humanidad, aunque haya tanta gente que no la acepte o que no quiera oírla. Pero no por ello dejaremos de anunciársela y darles la oportunidad de tener una esperanza cierta y segura.

La Resurrección de Jesucristo nos impulsa a rejuvenecer nuestro espíritu y nuestra vida cristiana en medio del mundo. Tal como nos señala el Papa Francisco en su última exhortación Apostólica, “Cristo es la más hermosa juventud de este mundo; todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida. ¡Él vive y te quiere vivo! Él está en ti, Él está contigo y nunca se va. Por más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar. Cuando te sientas avejentado por la tristeza, los rencores, los miedos, las dudas o los fracasos, Él estará allí para devolverte la fuerza y la esperanza”.

Esto nos llevará a renovar nuestros deseos de hacer el bien y de vivir con alegría nuestra fe, aunque muchas veces no sepamos cómo hacerlo. Renueva tu fe en Cristo resucitado, búscalo en el Pan y en la Palabra y encontrarás la manera de hacerlo, porque Él es luz para nuestras vidas y para el mundo. Lo recordaremos cada vez que veamos encendido el cirio Pascual durante este tiempo litúrgico, que coincide, en buena parte, con el mes de mayo, dedicado a la Virgen María, ejemplo de fe y alegría para todos.

Mn. Xavier Argelich

Tras los pasos del Señor

Dentro de unos días exclamaremos, llenos de alegría, que Cristo ha resucitado, aleluya! Cristo vive, la Vida ha vencido a la muerte. Y lo haremos con la consciencia cierta de que es así. La Iglesia vuelve a anunciar la resurrección del Hijo de Dios hecho hombre, que muere en la Cruz para redimirnos del pecado y devolvernos la condición de hijos de Dios. ¡Cómo no vamos a alegrarnos!

La resurrección de Cristo viene atestiguada por todos aquellos que le vieron morir, lo sepultaron y lo vieron vivo de nuevo, y comieron y bebieron con Él después de resucitar. Y esta es la verdad que difundieron a todo el mundo y por la que dieron su vida. Veintiún siglos después continuamos anunciándola, y continuamos fundamentando nuestra fe en este hecho concreto acaecido en Jerusalén durante la dominación romana.

Recientemente algunos hemos podido recorrer y contemplar el lugar de la Pasión, muerte, resurrección y ascensión del Señor a los cielos, así como tantos otros lugares por los que transitó Jesucristo con sus discípulos y todos aquellos que le seguían. Hemos podido ir tras los pasos del Señor y recorrer esos lugares santos volviendo a escuchar sus palabras y hechos con la ayuda de los santos Evangelios.

La emoción ha sido grande, muy grande y, por eso, la queremos compartir ya cercana la Semana Santa. Somos conscientes que esta peregrinación nos facilitará vivirla de una manera muy especial. Podremos acompañar al Señor recorriendo sus propios pasos y os invito a hacer lo mismo a todos, aunque no hayáis podido estar en Tierra Santa. Procuremos vivir con intensidad y piedad los misterios de nuestra salvación meditando las escenas que nos relatan los Evangelios y que celebraremos en la liturgia del Triduo Pascual.

Vivamos con fe estos días y empapémonos del amor de Dios y de su Bondad infinita.

Mn. Xavier Argelich

Conversión y desagravio

Iniciamos la Cuaresma, tiempo de conversión y penitencia, con el deseo firme de acercarnos de verdad a Dios mediante la oración, el ayuno y las obras de misericordia. Durante estos días, pediremos luces al Espíritu Santo para que nos ayude a descubrir todo aquello que no es propio de un cristiano y nos decidamos a cambiarlo, purificando nuestra alma en el sacramento de la Confesión y desagraviando por nuestras faltas y las de los demás. En concreto deseamos pedir perdón por los tristes sucesos que empañan la santidad de la Iglesia.

Tal como nos señala el Papa Francisco, en su mensaje de Cuaresma, “Toda la creación está llamada a salir, junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.

Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece.”

Oración que irá acompañada de nuestro deseo de conversión personal para desarraigar todo aquello que nos aparta de Dios y de los demás. Penitencia para manifestar nuestro verdadero arrepentimiento de nuestras faltas y pecados. Desagravio para reparar por tantas ofensas a Dios, a la Iglesia y al prójimo.

Mn Xavier Argelich.

Fraternidad: señal de identidad

El mes pasado recordábamos unas palabras de Tertuliano (siglo II) que manifiestan la manera de vivir la fraternidad y la unión entre ellos, de los primeros cristianos: ¡Mirad cómo se aman!

Podríamos afirmar que la nota más característica de la vida de los primeros cristianos era, precisamente, cómo sabían quererse entre sí. Esta es la señal por la que serán reconocidos por los que no creen en Dios y, seguramente, el motivo de que muchos se sintieran atraídos a la fe en Dios.

Los primeros cristianos procuraban llevar a la práctica el mandato de Jesús “amaos unos a los otros como Yo os he amado”: ésta es la herencia que nos han dejado. Ahora nos corresponde a nosotros seguir transmitiendo esta herencia al mundo entero.

Para ello, conviene empezar por querer más a las personas que tenemos a nuestro alrededor y en primer lugar a los familiares más directos. La fraternidad en sentido propio se refiere a los hermanos de sangre. Y por extensión a los bautizados, los que forman la Iglesia, y también a todos los demás. Seguir este orden es manifestación clara de la verdadera fraternidad.

Un aspecto en el que todos podemos esforzarnos y que nos ayudará a vivir mejor la fraternidad es procurar escuchar más a los demás, con atención e interés verdaderos. El interés por los asuntos de nuestros hermanos facilitará, a la vez, que no estemos tan pendientes de nuestras cosas y que apreciemos más a los demás.

La fraternidad, el amor al prójimo, se apoya en el amor a Dios. Necesitamos de la fuerza que encontramos en la fe en Dios para ser pacientes, amables, compresivos, misericordiosos y dispuestos a dejar lo nuestro para ayudar al otro.

También nos puede ayudar el fijarnos en la Virgen María y sus desvelos por todos los hombres y mujeres, en primer lugar, por los que buscan amar a su Hijo.

Mn. Xavier Argelich

La fuerza de la fraternidad

La celebración del Nacimiento del Hijo de Dios nos trae cada año la posibilidad de vivir unos días más unidos a toda la familia y a toda la humanidad. Son días en los que ponemos de manifiesto que el amor familiar está por encima de las distancias y de todas aquellas cosas que nos podrían separar, humanamente hablando. Durante estos días hemos palpado el amor de Dios por nosotros y hemos procurado corresponder manifestando también nuestro amor a Él y a los demás.

El Santo Padre Francisco, con ocasión de la Bendición Urbi et Orbi del día de Navidad, nos animó a esmerarnos en la fraternidad cristiana, al considerar que en Cristo todos somos hermanos. La fraternidad tiene una fuerza especial, así, la Sagrada Escritura, nos la presenta como ciudad amurallada. Y los primeros cristianos eran conocidos por cómo se amaban entre ellos.

El arzobispo de Barcelona también nos impulsa a vivir el nuevo año en fraternidad, porque todos somos hijos de Dios y todos somos hermanos, tal como nos recuerda San Juan: “En esto todos conocerán que sois mis discípulos si os amáis los unos a los otros” (Jn 13,35). Se trata de uno de los ejes principales del plan pastoral diocesano para impulsarnos a dar a conocer a Cristo a los que todavía no lo conocen o viven alejados de él. El amor fraterno es uno de los exponentes principales de la vida cristiana, señal evidente de que realmente procuramos amar a Dios sobre todas las cosas. Nuestro Señor Jesucristo ama a todos, por todos nace, vive y entrega su vida. Acoge a todos, tiene palabras de consuelo para todos, exige a todos y de todos pide correspondencia a tanto amor.

Hemos empezado un nuevo año, como siempre, bajo el patrocinio de Santa María, Madre de Dios. Esmerémonos en querer más a los demás, empezando por nuestros familiares y por los más cercanos y necesitados.

Mn. Xavier Argelich

Testigos de la venida del Señor

 

¡Dios viene! Esta breve exclamación abre el tiempo de Adviento y resuena durante estas semanas de preparación para el nacimiento del Hijo de Dios.

Es un tiempo de espera alegre que nos lleva a disponernos y a disponer nuestro hogar y entorno para darle el mejor recibimiento posible a nuestro Redentor, a nuestro Dios. Por eso procuraremos, en primer lugar, preparar nuestra alma para que encuentre en ella una digna morada. Alimentemos, estos días, nuestra vida espiritual con los textos sagrados que la liturgia nos presenta y fomentemos la ilusión de la venida de Cristo a la tierra.

Y, a la vez, buscaremos adornar nuestro mundo para que cuando llegue encuentre un ambiente festivo, lleno de alegría, paz, caridad y mucha fe. De ahí la necesidad de adornar e iluminar bien nuestras casas y ciudades.

En una sociedad como la nuestra, cristiana pero cada vez más paganizada, el Adviento es una buena ocasión para dar testimonio de la venida de Dios al mundo. Mostremos nuestra fe en el modo de actuar y de celebrar las próximas fiestas navideñas. La certeza de la venida de Cristo nos llevará a vivir este gran acontecimiento preparándonos con la oración, fomentando la esperanza y viviendo las costumbres cristianas de estas fechas. La corona de Adviento, el Belén, el árbol de Navidad, el Niño Jesús, las comidas familiares, la celebración de la Epifanía, etc. nos introducen en el gran misterio de la venida del Señor para habitar entre nosotros y manifestar su gran Amor a los hombres.

Las velas de la corona de Adviento que encenderemos cada domingo iluminarán nuestro interior para dar cabida y cobijo al Niño-Dios que nacerá en Belén. ¡Feliz Navidad!

Mn. Xavier Argelich

 

La fe y los jóvenes

A finales del mes pasado concluyó en Roma el Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Durante todo el mes de octubre, en Montalegre, lo hemos vivido rezando diariamente el Santo Rosario en comunidad de fieles, tal como nos propuso a todos los cristianos el Papa Francisco. Ahora seguiremos rezando por las conclusiones y los frutos del mismo.

La Iglesia entera ha reflexionado sobre la juventud, la fe y la llamada de Dios a todo creyente, especialmente a ellos, los más jóvenes. En el sínodo se ha hablado del valor de los jóvenes para la Iglesia y de cómo los adultos podemos ayudarlos a desarrollar todas sus capacidades en bien de la fe y de la respuesta generosa a Dios. Es una cuestión que nos afecta a todos, tanto jóvenes como menos jóvenes. La fe se vive y se transmite principalmente en el seno de la familia, con la ayuda de la comunidad eclesial de la que formamos parte.

Por ello, os animo a todos a reflexionar sobre cómo vivimos la fe y cómo procuramos transmitirla. A través del ejemplo, de las obras y, también, de la palabra, acogiendo, comprendiendo y acompañando a los demás, mostrando, al mismo tiempo, una verdadera preocupación por los más necesitados espiritual y materialmente. Es una tarea que nos ilusiona y que traerá un rejuvenecimiento en la Iglesia y de cada uno de nosotros. Recemos por los jóvenes y con los jóvenes, acercándonos a ellos con verdadero amor cristiano y facilitándoles que conozcan el verdadero rostro amable de Cristo.

Acudamos este mes de noviembre de modo especial a la intercesión de los santos y de las almas del Purgatorio, ofreciendo por ellas abundantes sufragios deseosos de que lleguen al cielo y nos contagien el deseo de alcanzar la meta no sin antes contagiar a muchos la alegría de nuestra fe.

Mn. Xavier Argelich

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