Padeció, murió y resucitó

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para redimirnos y salvarnos, después de recorrer toda Palestina, durante tres años, se apresura a subir a Jerusalén por última vez. Lo hace junto a los Apóstoles que lo siguen dispuestos a morir con Él.

El Señor entra en Jerusalén y el pueblo le sale al encuentro con alegría y júbilo. Lo aclama como Mesías y Rey. Las ramas de olivo, palma y laurel, los mantos extendidos en el suelo y los gritos de alabanza nos ayudan a descubrir a Cristo Salvador. El Hijo de Dios hecho hombre es reconocido como el Mesías anunciado y esperado.

Pero Jesús entra en Jerusalén para padecer y morir en la cruz. Y es precisamente aquí, como nos dice el Papa Francisco, donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Su amor por nosotros llega hasta el extremo. Cumple la voluntad de su Padre Dios, padeciendo toda su pasión y muerte por amor a cada uno de nosotros, para rescatarnos de la muerte, purificarnos del mal, perdonarnos nuestros pecados y obtenernos la vida eterna.

¿Cómo no vamos a sumergirnos en este gran misterio de nuestra fe? Los acontecimientos que celebramos en la Semana Santa son la manifestación más sublime del amor de Dios por el hombre, creado a su imagen y semejanza. Por eso, son días propicios para volver a despertar en nosotros un deseo más intenso de unirnos a Cristo y seguirle generosamente, conscientes de que nos ha amado hasta dar su vida por nosotros. Estos días santos procuraremos sumergirnos, mediante la contemplación y la celebración, en el derroche de amor de Dios por nosotros y buscaremos corresponder con obras concretas a tanto amor.

Cristo muere pero al tercer día resucita. Esta es la gran verdad que proclamamos y anunciamos llenos de alegría. Su resurrección da sentido y fundamenta nuestra fe. Cristo vive y quiere vivir en ti y en mí. Abrámonos a la gran verdad que ilumina el mundo entero y vivamos siempre en ella.

Mn Xavier Argelich

Nos amó hasta el extremo

Hemos iniciado la Cuaresma con verdaderos deseos de conversión personal y con la ilusión de acercarnos más a Jesús. Continuamos profundizando en este conocimiento y este mes lo haremos acompañándolo en el desierto para poder unirnos a su Pasión, muerte y resurrección.

Los cuarenta días de Jesús en el desierto son de preparación para su ministerio evangelizador y para la consumación de su obra redentora. San Juan lo expresa de manera maravillosa al introducirnos al momento central de la vida de Cristo diciendo que Habiéndonos amado nos amó hasta el extremo. Toda la vida de Jesucristo es amarnos y su entrega en la Cruz es amor extremo, hasta la totalidad. Por eso, sus últimas palabras en la cruz son: Todo está cumplido.

La conversión cuaresmal nos lleva a aborrecer el pecado y a poner los medios para evitar caer en él. Jesucristo muere en la cruz para obtener el perdón de nuestros pecados y para otorgarnos la fuerza suficiente para evitarlo, aunque continuemos experimentando la tentación. Después de su estancia en el desierto Él también se deja tentar por el demonio y así enseñarnos a vencer la tentación. Ésta se vence con las prácticas cuaresmales: la oración, el ayuno y la limosna. Son medios bien conocidos por todos nosotros que la Iglesia no deja de proponer en cualquier época de la historia porque son de probada y secular eficacia.

Busquemos tener cada día esos ratos de encuentro con el Señor meditando los misterios de nuestra salvación y descubriremos por nosotros mismos cuán grande es el amor de Dios por nosotros y hasta que límites llega, límites insondables e inabarcables. De este modo no tendremos miedo al sacrificio, todo lo contrario, lo viviremos con gusto, uniéndonos al amor de Dios por cada uno de nosotros y de la humanidad entera. Y esa oración y ese sacrificio nos conducirán directamente al servicio, a la limosna, a ayudar a los demás a descubrir el amor de Dios, provocando en ellos una autentica conversión de corazón. Dios reza, se sacrifica y se nos entrega.

Mn. Xavier Argelich

Pasó haciendo el bien

Cuando la Sagrada Escritura quiere exponer en pocas palabras la vida y las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo lo hace de esta manera: “Todo lo hizo bien”. San Pedro en sus primeras predicaciones resume la esencia del ministerio público del Mesías diciendo que «Pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el mal». Así es, todo el ser y toda la misión de Jesucristo no fue otra cosa que hacer el bien a los demás. Todo él, desde la primera hora de la mañana hasta el anochecer, fue servir, escuchar, ayudar y consolar a tantas y tantas personas que se encontraban necesitadas. Su vida consistió en dejarse gastar y desgastar –en una entrega alegre y buscada libremente- por las necesidades espirituales y materiales de aquellos que acudían a él.

Jesucristo lleva a cabo de modo maravilloso la misión que ha recibido de Dios Padre. Después de ser bautizado por San Juan y de pasar cuarenta días de oración y ayuno en el desierto, recorre toda Palestina enseñando y proclamando la Buena nueva y curando todo tipo de enfermedades. A la vez que va enseñando y preparando a los apóstoles para que cuando Él no esté hagan lo que han visto, hablen lo que han escuchado y enseñen lo que han aprendido, el Señor va haciendo el bien y enseñando a hacerlo a todos los que se acercan a Él o pasan a su lado. El Evangelio es un espléndido anuncio del Bien, tan solo nos queda imitarlo.

Del mismo modo que Jesucristo pasó haciendo el bien (Act. 10,38) cada uno de nosotros también queremos pasar por esta vida haciendo el bien en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del descanso. Sembrando la paz y el amor de Dios ahí donde estemos. Como cristianos contribuiremos a que el amor, la paz y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna, influyendo positivamente en la familia, la cultura, la economía, el trabajo y en la convivencia social.

El inicio de la Cuaresma nos puede servir para descubrir que los cristianos, tú y yo, estamos llamados a transformar el mundo con nuestra vida ejemplar, la vida de Cristo.

Mn. Xavier Argelich

Gracias, Benedicto XVI

Con el fallecimiento de Benedicto XVI nos deja un sacerdote, un teólogo, un obispo, un cardenal y un Papa que se veía a sí mismo como “un humilde trabajador de la viña del Señor”. Junto al dolor, es natural que demos gracias a Dios por su vida y sus enseñanzas. La última lección del pontífice alemán ha sido la discreción y sobriedad con que ha vivido desde 2013, en actitud de oración. (…)

En sus casi ocho años de pontificado, Benedicto XVI nos ha dejado un gran patrimonio espiritual y doctrinal, formado por las encíclicas, Deus caritas est, Spe salvi, Caritas in veritate; además de abundantes exhortaciones apostólicas y homilías. Es enormemente rico el magisterio realizado a través de las audiencias de los miércoles, como el referido a la Iglesia, a los Apóstoles y a los Padres de la Iglesia, o el ciclo de audiencias sobre la oración, que constituye un tratado de gran belleza y profundidad sobre el diálogo con Dios.

Toda su vida podría recapitularse en una preciosa frase que pronunció en la misa de inicio de su ministerio petrino: “No hay nada más bello que dejarse alcanzar por el Evangelio, por Cristo”. Para él, la felicidad “tiene un nombre, tiene un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía”.

Benedicto XVI condujo la barca de la Iglesia por el mar de la historia con los ojos puestos en Jesucristo, en los “días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante y momentos en los que las aguas se agitaban, el viento era contrario, y el Señor parecía dormir”. Pero sabía que la barca era de Cristo.

Benedicto XVI ha sido “una de esas luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo orientación para nuestras vidas”, como tan bellamente expresaba en la encíclica Spe Salvi.

Su trabajo en la viña de la Iglesia le habrá hecho merecedor de las amorosas palabras de Cristo: “Ven, siervo bueno y fiel, entra en la casa de tu Señor”.

Mns. Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei y colaborador de Benedicto XVI.

Hijo de Dios encarnado

Llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, la segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre en el seno virginal de María.

Durante estas cuatro semanas de Adviento podremos acompañar a nuestra Madre, la Virgen María, reviviendo los momentos más entrañables de su vida. La embajada del arcángel Gabriel con ese saludo tan lleno de significado: Ave María, llena de gracia, el Señor es contigo. Y la respuesta pronta y confiada de María: hágase en mí según tu palabra. Al encanto de estas palabras el Verbo se encarnó. El Hijo de Dios se hace hombre para rescatarnos y hacernos hijos de Dios. No podemos no asombrarnos ante esta maravillosa realidad: Dios hecho hombre. ¡Con qué Amor tan grande nos ama el Señor!

Recordemos cómo se lleva a cabo este misterio tan inmenso. Algunos lo aprendimos de memoria cuando nos preparábamos para recibir la primera comunión, seguro que lo recordáis: “La encarnación del Hijo de Dios se realizó formando el Espíritu Santo de las purísimas entrañas de la Virgen María un cuerpo perfectísimo y creando un alma nobilísima que unió a aquel cuerpo; en el mismo instante a este cuerpo y alma se unió el Hijo de Dios; y de esta suerte el que antes era sólo Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre”.

Al encarnarse, la segunda Persona de la Santísima Trinidad asume la naturaleza humana y, por lo tanto, en Jesucristo hay una única persona -el Verbo- y dos naturalezas, la divina y la humana. Dicha unión se conoce como la unión hipostática, la unión de las dos naturalezas en la Persona (hipóstasis) del Hijo.

Estos días también contemplaremos y acompañaremos a María camino de Belén y, una vez ahí, nos alegraremos con Ella al ver nacer a Jesús y lo adoraremos y lo llenaremos de muestras de cariño y amor.

¡Feliz Navidad!

Mn. Xavier Argelich

Llamados a ser santos

El mes de noviembre empieza con la celebración de la solemnidad de Todos los Santos. La Iglesia nos invita a alegrarnos por todos aquellos que han alcanzado ya la Vida eterna, a la vez que nos anima a seguir ofreciendo sufragios y oraciones por los que esperan llegar pronto a gozar definitivamente de Dios, pero necesitan todavía acabar de purificarse en el Purgatorio.

Todos deseamos alcanzar la Vida eterna y ser contados entre el número de los santos porque hemos sido llamados a ser santos desde el mismo instante en que recibimos las aguas bautismales.

Santo es sinónimo de bienaventurado, dichoso, feliz. La santidad es el don de Dios que colma todas las aspiraciones humanas; es la plenitud de la vida cristiana que consiste en unirse a Cristo, aprendiendo a vivir como hijos de Dios con la gracia del Espíritu Santo y viviendo la perfección de la caridad. Quien aspira a la santidad procura crecer constantemente en esa unión con Cristo, busca siempre vivir en Cristo y se deja transformar por la acción del Espíritu Santo en su alma. Quien es santo es Dios, nosotros somos llamados a la santidad y nos corresponde responder libremente a esa llamada. Una vez escogemos ser santos Dios empieza a realizar su obra santificadora en nosotros. Esa elección a la santidad nos lleva a dejar hacer a Dios su obra en nosotros a través de los Sacramentos, de la oración, de la escucha atenta de la Palabra, del trabajo bien realizado y de las obras de caridad.

Dios nos llama a ser santos y nos quiere santos pero, parafraseando a San Agustín, no la llevará a cabo sin nosotros, sin nuestra correspondencia a la gracia y nuestra búsqueda constante de la santidad. Por eso es bueno que con frecuencia le digamos desde el fondo de nuestro ser que sí, que quiero ser santo.

La santidad -nos recuerda San Josemaría- no consiste en realizar unas gestas extraordinarias, sino en cumplir con amor los pequeños deberes de cada día. “¿Quieres de verdad ser santo? Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces”. ¡Está al alcance de todos, decidámonos a ser santos!

Mn. Xavier Argelich

Hijo único de Dios

Para poder vivir en Cristo es necesario que conozcamos quién es Él. Nuestra fe nos enseña que Dios es uno y trino. Un único Dios y tres Personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Una profesión de fe muy antigua, el Símbolo Atanasiano, nos puede ayudar a entender este gran misterio de nuestra fe. Afirma: “ésta es la fe católica: que veneremos a un solo Dios en la Trinidad santísima y a la Trinidad en la unidad. Sin confundir las personas, ni separar la sustancia. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo. Pero el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una sola divinidad, les corresponde igual gloria y majestad eterna.” Cada una de las Persona es Dios, pero no son tres dioses sino un único Dios. “El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado. El Hijo procede solamente del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente.”

Para llevar a cabo la salvación de la humanidad, para Redimir al hombre, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, se hizo hombre en el seno virginal de María. Jesucristo es el Hijo de Dios encarnado, hecho hombre y por lo tanto es Dios y hombre verdadero. Es el Hijo único de Dios, hecho hombre. Es el Ungido (Cristo) de Dios Salvador (Jesús). “Es Dios, engendrado de la misma sustancia que el Padre, antes del tiempo; y hombre, engendrado de la sustancia de su Madre santísima en el tiempo.”

Nos puede parecer difícil comprender esto, pero el saberlo nos ayuda a vivir en Él, a confiar en Él, a acudir como hermanos a Él y a desear amarlo con todo nuestro ser. Al rezar este mes el rosario iremos descubriendo los maravillosos misterios del Hijo de Dios hecho hombre.

Mn. Xavier Argelich

La vida en Cristo

Iniciamos un nuevo curso y, como siempre, lo hacemos llenos de ilusión y esperanza. Dejamos atrás un curso transcurrido entre andamios, polvo y ruido. Ahora que vemos los resultados nos damos cuenta que ha valido la pena. Gracias a todos. Nos alegra que, a pesar de todos los inconvenientes que producen unas obras de este calibre, hemos podido atender toda la labor pastoral y social del curso. Siempre hemos dado preferencia a la atención sacerdotal de la Iglesia.

Esto es así porque queremos que nuestra vida esté centrada en Cristo. Es decir, queremos vivir en Cristo, de Cristo y para Cristo.

Para vivir centrados en Cristo lo principal es estar centrados en la Eucaristía, en los Sacramentos y en la oración. Cristo está realmente presente en la Eucaristía por eso el cristiano vive de Ella, ahí es donde se realiza el mayor encuentro con Dios, donde podemos tratarlo con mayor amor y unión. De cómo vivamos la Misa dependerá toda nuestra vida. Podremos, entonces, vivir nuestras ocupaciones habituales inmersos en la Vida de Cristo. Sabremos vivir para Cristo y, consecuentemente, vivir en Cristo. Reconoceremos que sin Él no somos nada, sin Él no podemos nada, sin Él no hay esperanza. Descubriremos que con Él todo cambia, todo es Luz, todo adquiere su verdadero sentido y se llena de auténtico valor y significado. Con Él todo lo nuestro nos ilusiona, lo realizamos de buen ánimo y confiados, con iniciativa propia, Él nos empuja porque buscamos vivir en Él, de Él y para Él.

Consecuencia inmediata de esta manera de vivir será una gran alegría interior que ni las dificultades, ni los errores, ni nada nos la podrán arrebatar. Vivir en Cristo es la felicidad. Si empezamos el nuevo curso con el deseo ardiente de vivir en Cristo sabremos poner los medios para conseguirlo y para eso nos adentraremos en su Vida, recordando sus palabras y su paso por la tierra, tal como hace la Iglesia a lo largo del año a través de la liturgia diaria y de la dominical, siguiendo sus huellas a través del año litúrgico que no es otra cosa que el compendio de la Vida de Cristo y el camino para alcanzar la meta: La vida en Cristo.

Mn. Xavier Argelich

La vida en Cristo

Iniciamos un nuevo curso y, como siempre, lo hacemos llenos de ilusión y esperanza. Dejamos atrás un curso transcurrido entre andamios, polvo y ruido. Ahora que vemos los resultados nos damos cuenta que ha valido la pena. Gracias a todos. Nos alegra que, a pesar de todos los inconvenientes que producen unas obras de este calibre, hemos podido atender toda la labor pastoral y social del curso. Siempre hemos dado preferencia a la atención sacerdotal de la Iglesia.

Esto es así porque queremos que nuestra vida esté centrada en Cristo. Es decir, queremos vivir en Cristo, de Cristo y para Cristo.

Para vivir centrados en Cristo lo principal es estar centrados en la Eucaristía, en los Sacramentos y en la oración. Cristo está realmente presente en la Eucaristía por eso el cristiano vive de Ella, ahí es donde se realiza el mayor encuentro con Dios, donde podemos tratarlo con mayor amor y unión. De cómo vivamos la Misa dependerá toda nuestra vida. Podremos, entonces, vivir nuestras ocupaciones habituales inmersos en la Vida de Cristo. Sabremos vivir para Cristo y, consecuentemente, vivir en Cristo. Reconoceremos que sin Él no somos nada, sin Él no podemos nada, sin Él no hay esperanza. Descubriremos que con Él todo cambia, todo es Luz, todo adquiere su verdadero sentido y se llena de auténtico valor y significado. Con Él todo lo nuestro nos ilusiona, lo realizamos de buen ánimo y confiados, con iniciativa propia, Él nos empuja porque buscamos vivir en Él, de Él y para Él.

Consecuencia inmediata de esta manera de vivir será una gran alegría interior que ni las dificultades, ni los errores, ni nada nos la podrán arrebatar. Vivir en Cristo es la felicidad. Si empezamos el nuevo curso con el deseo ardiente de vivir en Cristo sabremos poner los medios para conseguirlo y para eso nos adentraremos en su Vida, recordando sus palabras y su paso por la tierra, tal como hace la Iglesia a lo largo del año a través de la liturgia diaria y de la dominical, siguiendo sus huellas a través del año litúrgico que no es otra cosa que el compendio de la Vida de Cristo y el camino para alcanzar la meta: La vida en Cristo.

Mn. Xavier Argelich

El Cielo tiene un corazón

Hemos rehabilitado esta Iglesia dedicada a Santa María de Montalegre y, como decíamos el mes pasado, hemos hecho un buen regalo a la Virgen María. A mediados de este mes celebraremos la solemnidad de la Asunción de María a los Cielos. Una gran fiesta que nos llena de alegría.

La Asunción de María nos recuerda que Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.

En una homilía, el papa Benedicto XVI nos ayudaba a meditar sobre esta verdad de fe: “María fue elevada al cielo en cuerpo y alma: en Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. La Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre (…) En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón. María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está “dentro” de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como “madre” -así lo dijo el Señor-, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.”

Durante este mes demos gracias al Señor por el don de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día.

Mn. Xavier Argelich

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