Hemos iniciado la Cuaresma con verdaderos deseos de conversión personal y con la ilusión de acercarnos más a Jesús. Continuamos profundizando en este conocimiento y este mes lo haremos acompañándolo en el desierto para poder unirnos a su Pasión, muerte y resurrección.
Los cuarenta días de Jesús en el desierto son de preparación para su ministerio evangelizador y para la consumación de su obra redentora. San Juan lo expresa de manera maravillosa al introducirnos al momento central de la vida de Cristo diciendo que Habiéndonos amado nos amó hasta el extremo. Toda la vida de Jesucristo es amarnos y su entrega en la Cruz es amor extremo, hasta la totalidad. Por eso, sus últimas palabras en la cruz son: Todo está cumplido.
La conversión cuaresmal nos lleva a aborrecer el pecado y a poner los medios para evitar caer en él. Jesucristo muere en la cruz para obtener el perdón de nuestros pecados y para otorgarnos la fuerza suficiente para evitarlo, aunque continuemos experimentando la tentación. Después de su estancia en el desierto Él también se deja tentar por el demonio y así enseñarnos a vencer la tentación. Ésta se vence con las prácticas cuaresmales: la oración, el ayuno y la limosna. Son medios bien conocidos por todos nosotros que la Iglesia no deja de proponer en cualquier época de la historia porque son de probada y secular eficacia.
Busquemos tener cada día esos ratos de encuentro con el Señor meditando los misterios de nuestra salvación y descubriremos por nosotros mismos cuán grande es el amor de Dios por nosotros y hasta que límites llega, límites insondables e inabarcables. De este modo no tendremos miedo al sacrificio, todo lo contrario, lo viviremos con gusto, uniéndonos al amor de Dios por cada uno de nosotros y de la humanidad entera. Y esa oración y ese sacrificio nos conducirán directamente al servicio, a la limosna, a ayudar a los demás a descubrir el amor de Dios, provocando en ellos una autentica conversión de corazón. Dios reza, se sacrifica y se nos entrega.
Mn. Xavier Argelich