¡Venid, vamos a adorarlo!

Durante las fiestas de Navidad hemos cantado con frecuencia el Adeste Fideles mientras nos acercábamos a adorar al Niño Jesús. Se trata de un villancico compuesto en el siglo XVIII y que suele cantarse en latín, de ahí que sea muy conocido en todos los lugares donde se celebra la Navidad.

Nos invita a unirnos a los que acuden a Belén —pastores, ángeles, magos— para adorar a Jesús recién nacido: venite, venite…Vayamos, que Él ya ha nacido ¡Adorémosle!

Es a Dios a quien adoramos, al Hijo de Dios hecho hombre por amor a nosotros. Como necesitamos signos, el sacerdote nos presenta una imagen del Niño Jesús para que nos acerquemos a tributar todo el honor que se merece Aquél que viene a salvarnos. La adoración, por tanto, es interior, de todo nuestro ser, y lo manifestamos con el canto del Adeste fideles u otro apropiado y con el beso a la imagen del Niño.

De ahí, que lo importante sea querer dar gloria a Dios, honrarle con nuestro corazón y con nuestro entendimiento, en un acto maravilloso de fe. Te adoramos oh Dios, porque te reconocemos como único y verdadero Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Entendemos entonces que el mayor acto de adoración es la Santa Misa. La participación en la celebración eucarística nos lleva a la adoración interior y a expresarla mediante el culto.  De ahí que, el primer fin de la Misa sea precisamente la adoración (fin latréutico), es decir, alabar y honrar a Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

Empezamos un nuevo año llenos de esperanzas, pero también con grandes incertidumbres. Acerquémonos confiados a Dios, con esa actitud de adoración y alabanza, acerquémonos y vivamos intensamente la Santa Misa, dispuestos a tributar todo el honor y gloria al Dios que se ha hecho hombre por nuestra salvación. Si conseguimos que toda nuestra vida y nuestras actividades estén centradas en la Eucaristía viviremos llenos de esperanza y alegría, ya que estaremos adorando al Único que merece ser adorado, al Único que puede darnos la felicidad eterna. ¡Feliz Año Nuevo!

Mn. Xavier Argelich

Dios viene a nosotros

El tiempo de adviento es un tiempo de espera y de llegada. Esperamos la segunda venida del Señor al final de los tiempos y nos preparamos para la llegada del Señor el día de Navidad.

Cuando venga, a todos aquellos que esperamos su segundo advenimiento, nos unirá a Él para que entremos y tomemos posesión del reino prometido. Esta certeza que nos viene por la fe no es un mero deseo, sino que se fundamenta en la Encarnación del Hijo de Dios, en su primer advenimiento. Este es el gran misterio que abre de par en par las puertas del Cielo y lleva a cumplimiento las promesas hechas por Dios a lo largo de la historia. Aquí reside el fundamento de la esperanza que alimentamos en nuestro corazón: su pronta venida.

No conocemos cuándo llegará su venida definitiva, pero sí conocemos cuándo llegó a salvarnos. De ahí que el tiempo de Adviento sea esperar su segunda venida y prepararnos para celebrar su primera venida. Y, la mejor manera de vivir este tiempo es participar del misterio inefable de sus planes de salvación, es decir, de la Santa Misa. En ella descubrimos y revivimos su venida en la carne y toda su obra redentora, a la vez que deseamos, esperamos y pedimos poder participar de la liturgia celestial. La Eucaristía nos introduce en el Amor de Dios y, por lo tanto, nos introduce en el cielo. Es, además, la garantía de alcanzarlo ya que es Él mismo quien viene a nosotros cada vez que se celebra y cada vez que lo recibimos en la comunión eucarística.

Qué importante es vivir el adviento con deseos grandes de mejora personal y de conversión sincera para dejar que Dios venga a nosotros. La Virgen María nos muestra el camino a seguir: Hágase en mí según tu Palabra. Pan y Palabra, Eucaristía y oración. ¡Ven Señor, Jesús!

¡Feliz Navidad!

Mn. Xavier Argelich

Recemos por los vivos y difuntos

Al instituir la Eucaristía, Jesucristo ha querido entregarnos lo más valioso que podíamos recibir, es decir, su amor eterno por cada uno de nosotros. Cuando se celebra la Santa Misa asistimos al acto de supremo Amor de Dios por los hombres ya que renovamos, de manera incruenta, el Santo Sacrificio de la Cruz. El Hijo de Dios hecho hombre que se ofrece al Padre en rescate de todos los hombres. Con su muerte en la Cruz nos redime y nos libera de nuestros pecados que nos impiden amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente.

Como dejó escrito el Santo Cura de Ars: La santa Misa tiene un valor infinito, alegra a toda la corte celestial, alivia a las almas más abandonadas del purgatorio, trae sobre todos nosotros toda clase de bendiciones y sobre todo da Gloria a Dios. La Iglesia nos anima a una participación activa en la Santa Misa. Una actitud despierta y positiva que fomente nuestros deseos de adorar, desagraviar, pedir y agradecer. Procuremos prepararnos bien, antes de asistir a Misa, concretando por quien o que vamos a pedir, por quien ofreceremos la Misa, que trabajos, ilusiones y preocupaciones ofreceremos junto al pan y al vino. Es decir, procuremos que cada Misa sea distinta, porque buscamos cada vez que asistimos a la Misa unirnos al Sacrificio de Cristo con todo lo que somos y amamos.

La Santa Misa es la mejor oración por los vivos y los difuntos. La Iglesia nos invita a rezar durante el mes de noviembre sobre todo por los difuntos, ofreciendo sufragios por ellos. Podemos ofrecer oraciones, el trabajo, sacrificios y limosnas por ellos, pero nada mejor que ofrecer la Santa Misa por su eterno descanso. Así nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 958: La Iglesia peregrina (…) desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció sufragios por ellos; pues es una idea santa y piadosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados. Hacerlo así, nos ayudará a amar más y a vivir con más piedad el Santo Sacramento del altar, viviremos la comunión de los santos y ayudaremos a muchas almas a llegar al cielo.

Mn. Xavier Argelich

Misterio de luz y de caridad

El mes de octubre, como muy bien sabemos todos, es el mes del Rosario, esta oración tan bonita y tan recomendada no sólo por muchos Papas sino sobre todo por la Virgen Santísima. Es una oración muy agradable a la Virgen María a quien acudimos con piedad y confianza filial. Además, como nos recordó el Papa San Juan Pablo II, es una oración Cristocéntrica, es decir, que nos introduce en los misterios del Hijo de Dios hecho hombre, ayudándonos a revivirlos y a contemplarlos, lo cual facilita nuestro deseo y esfuerzo en imitarle e identificarnos con Él.

El quinto misterio de Luz nos invita a considerar el momento de la institución de la Eucaristía, del que ya se habló en la editorial del mes pasado. Ahora quería reflexionar brevemente en la Eucaristía como misterio de luz y sacramento de caridad.

Efectivamente, la Eucaristía nos introduce en el misterio de Dios encarnado y que se entrega por nosotros. Al dejarnos este sacramento. Cristo se ha quedado Él mismo con nosotros, iluminando toda nuestra vida terrenal y mostrándonos con claridad el camino hacia la vida eterna, Él mismo con su Pasión, muerte y resurrección. Cuando participamos con fe, piedad y devoción en la Santa Misa descubrimos el valor inmenso que es tenerlo con nosotros. Se ilumina nuestro entendimiento y entendemos que la Eucaristía, que Él, es el verdadero camino del hombre en la tierra, por eso el cristiano vive de la Eucaristía.

Es fácil darnos cuenta, entonces, que estamos ante el misterio del Amor de Dios por nosotros, ante el gran sacramento de la Caridad. Todo un Dios que viene a nuestro encuentro, que derrocha su gracia sobre nosotros y su Iglesia, que nos rescata y nos eleva a la vida sobrenatural. Dejémonos empapar del Amor de Dios viviendo la Santa Misa con gran amor, respeto y fervor y así poder llevar ese amor a los demás. Si rezamos bien el rosario nos será más fácil entrar en este misterio de luz y amor.

Mn. Xavier Argelich Casals

Por una vida Eucarística

“Oremos para que los católicos pongan en el centro de su vida la celebración de la Eucaristía, que transforma profundamente las relaciones humanas y abre al encuentro con Dios y con los hermanos”. Así rezaba la intención mensual del Papa Francisco para el pasado mes de julio y lo vimos hecho realidad durante la celebración de la Jornada mundial de la juventud a principios del mes de agosto, cuando más de un millón de jóvenes se reunieron junto al Papa para celebrar una vigilia de adoración eucarística y la celebración de la Santa Misa a la mañana siguiente. En ambas celebraciones se vivieron momentos de gran intensidad y de verdadera Adoración a Cristo, realmente presente en la Eucaristía.

Damos gracias a Dios por todo ello, pero sobre todo por haber instituido este gran sacramento de su Amor por nosotros. En efecto, Jesús, antes de su Pasión y Muerte, al celebrar con los sus apóstoles la Pascua, “habiéndolos amado los amó hasta el extremo” y les dijo: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” […] Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros”. Conocemos bien este momento de la vida de Cristo y recordarlo ahora nos puede ayudar a fomentar la devoción eucarística y a desear vivir de la Eucaristía.

Además, como enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, “Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino” (n. 282). Una gran verdad y realidad que está en nuestras manos, amemos la Santa Misa y procuremos profundizar en este Sacramento del Amor de Dios.

Mn. Xavier Argelich

¡Qué bien se está aquí!

El primer domingo de agosto de este año coincide con la fiesta de la Transfiguración del Señor. Jesús sube al monte Tabor con tres discípulos -Pedro, Santiago y Juan- y se transfigura delante de ellos mostrándoles su divinidad. Ante tal belleza y resplandor, Pedro exclama casi extasiado: ¡Qué bien se está aquí! Manifiesta de esta manera el deseo de permanecer siempre en este momento, junto a Cristo glorioso.

Nosotros no hemos tenido esta experiencia real, pero el Señor nos ha dado la fe para que también podamos reconocerlo con toda su divinidad. A lo largo de nuestra vida hemos ido comprobando, incluso en los momentos menos buenos, el amor de Dios, su bondad y su presencia en nosotros y en todos los sucesos vividos. La fe y la confianza en Dios nos lleva a poder exclamar junto al Apóstol: ¡qué bien se está contigo, Señor!

Aprovechemos este mes de agosto para descansar y, a la vez, profundizar en esta gran verdad: Dios o nada. Jesús quiso mostrar su divinidad sólo a tres de sus doce apóstoles, para que ellos confirmaran en la fe a todos los demás. Cuando nos decidimos a vivir por Dios y para Dios todo adquiere un sentido, la vida tiene sentido. Cuando vivimos a espaldas de Dios, todo es un sinsentido, no sabemos a dónde vamos ni sabemos lo que queremos aunque probemos y experimentemos muchas cosas. Nos esforzamos en vano. Subamos al monte Tabor, con la liturgia, la oración y la reflexión.

Aprovechando estos días, algo más calmados, para meditar las verdades de nuestra fe, para reflexionar sobre nuestra vida de fe y empaparnos de su belleza. Esta reflexión nos conducirá a un mayor deseo de vivir siempre junto a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Habrá más unidad de vida, toda nuestra vida será humana y divina y entonces podremos afirmar sin equivocarnos: ¡qué bien se está aquí!

La alegría que experimentaremos será contagiosa y haremos mucho bien a los que nos rodean. La fiesta de la Asunción de la Virgen María será otro aliciente para decidirnos de una vez por todas por Dios, por la vida cristiana.

Mn. Xavier Argelich

Se levantó y partió sin demora

La primera semana de agosto viviremos todos, algunos presencialmente y otros desde su lugar habitual, una nueva Jornada Mundial de la Juventud (JMJ). Esta vez en Lisboa (Portugal). Miles de jóvenes de todo el mundo se reunirán con el Papa Francisco para reavivar su fe y proclamar la esperanza de la Iglesia. Se trata de un acontecimiento de la Iglesia universal iniciado en el Pontificado de San Juan Pablo II y que se celebra cada año en Roma y en cada diócesis, pero cada dos o tres años se tiene de manera más solemne en un lugar del mundo.

Dando continuidad al lema levántate, propuesto por el Papa en la Jornada de 2020, este año, al ser Portugal tierra de María por las apariciones de Fátima, el Santo Padre nos propone fijarnos en ella que, después de la Anunciación y Encarnación, se levantó y partió sin demora para ir al encuentro de su prima santa Isabel. Esta debe ser nuestra actitud en todo momento: estar activos interiormente y si podemos físicamente, para anunciar a Cristo a todos.

Pongan esperanza nos dice también el Santo Padre. Esperanza en nuestra fe, en la fe en Dios que nos lleva a estar activos. En primer lugar, en nuestro interior, con la oración y con la unión con Dios en todas nuestras obras, pensamientos y palabras. Después, en la medida de nuestras posibilidades con la acción apostólica y evangelizadora. El mundo nos espera, los que tenemos a nuestro lado esperan que los ayudemos, que les demos la mano, que les ofrezcamos el verdadero sentido de nuestra existencia. Como María, queremos vivir para Dios y para los demás.

La Jornada Mundial de la Juventud será una bocanada de aire fresco, de alegría y de esperanza para toda la Iglesia. Procuremos prepararnos para este acontecimiento meditando la actitud generosa y pronta de María.

Mn. Xavier Argelich

Nos ama con su corazón Sacratísimo

A lo largo de este curso, con estas breves reflexiones, hemos procurado acercarnos más a Jesús con el deseo de conocerlo más y amarlo más. Llegamos a fin de curso, tan esperado por los más jóvenes, y quisiera concluir estas reflexiones fijándonos en un aspecto fundamental de nuestro Señor Jesucristo: su Corazón Sacratísimo.

Jesucristo, como hemos ido viendo, es Dios y Hombre verdadero, Hijo de Dios Padre, encarnado en el seno virginal de María, que creció y trabajó como uno más en una pequeña ciudad de Galilea, que anunció el Reino de Dios y nos dio a conocer al Padre, que padeció y murió por nosotros, para nuestra salvación, para luego resucitar, subir a los cielos y enviarnos el Espíritu Santo.

Ante todo esto, nos pasmamos y nos alegramos enormemente y agradecidos lo reconocemos Señor y Amo de todo lo creado, especialmente de cada uno de nosotros, y lo adoramos y alabamos, le damos gracias y buscamos agradarle en todo.

Pero sobretodo Jesús es nuestro Amigo entrañable, nuestro hermano y quien más nos ama, con un corazón inmenso e incapaz de no querernos, aunque muchas veces lo rechacemos. Su amor por nosotros brota de su costado abierto, dando su vida por amor a toda la humanidad y a cada uno y a cada una, sin distinciones. Nunca encontraremos un amor tan grande, nunca nadie nos amará como Él.

Es un corazón manso y humilde, lleno de misericordia por nosotros, compasivo y benigno, dispuesto a perdonar siempre, pronto a venir en nuestro recate y ayuda, incapaz de dejarnos solos y abandonados. Un corazón esperanzado, impaciente para que nos refugiemos en Él y nos conduzca hasta el Amor Infinito de Dios.

Pidámosle al Señor que nos dé un corazón como el suyo, sin miedo a amarlo tanto y amar a los demás con todo el corazón. Acudamos al Corazón Inmaculado de María para aprender a amar como Jesús nos ama.

Mn. Xavier Argelich

Subió a los cielos

La liturgia de la Palabra de este tiempo pascual nos presenta las diversas apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles, a algunas mujeres y a otros discípulos, que llenos de alegría escuchan sus últimas enseñanzas sobre el Reino de Dios. A los cuarenta días de la resurrección el Hijo vuelve al Padre. Después de enviarlos al mundo entero a predicar el Evangelio y a bautizar a los que crean en Él, y después de prometerles la venida del Espíritu Santa, mientras los bendecía asciende al cielo y se sienta a la diestra de Dios Padre. Así de sencillo, así de maravilloso.

Cristo, como hemos visto en los meses precedentes, vino al mundo para redimirnos del pecado y conducirnos a la perfecta unión con Dios, por eso, la Ascensión de Jesús inaugura la entrada en el cielo de la humanidad. Jesús es la Cabeza sobrenatural de los hombres, como Adán lo fue en el orden de la naturaleza. Como la Cabeza está en el cielo, también nosotros, que somos sus miembros, tenemos la posibilidad real de alcanzarlo, y a eso estamos llamados. Tal como Él nos ha dicho, se ha ido para prepararnos un lugar en la casa del Padre, para que dónde esté Él, estemos nosotros. ¡No deseemos nada más que llegar hasta Él!

Sentado a la derecha del Padre, Jesús continúa su ministerio de Mediador universal de salvación. Por eso, la Iglesia nos recuerda que “el Señor reina con su humanidad en la gloria eterna del Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene preparado” (Compendio, 132).

Diez días después de la Ascensión al cielo, Jesús envió el Espíritu Santo a los apóstoles, reunido con María, la Madre de Jesús. Y continúa enviándole a los que lo aman. Este mes, junto a María preparémonos para celebrar las fiestas de la Ascensión del Señor y de Pentecostés.

Mn. Xavier Argelich

Padeció, murió y resucitó

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para redimirnos y salvarnos, después de recorrer toda Palestina, durante tres años, se apresura a subir a Jerusalén por última vez. Lo hace junto a los Apóstoles que lo siguen dispuestos a morir con Él.

El Señor entra en Jerusalén y el pueblo le sale al encuentro con alegría y júbilo. Lo aclama como Mesías y Rey. Las ramas de olivo, palma y laurel, los mantos extendidos en el suelo y los gritos de alabanza nos ayudan a descubrir a Cristo Salvador. El Hijo de Dios hecho hombre es reconocido como el Mesías anunciado y esperado.

Pero Jesús entra en Jerusalén para padecer y morir en la cruz. Y es precisamente aquí, como nos dice el Papa Francisco, donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Su amor por nosotros llega hasta el extremo. Cumple la voluntad de su Padre Dios, padeciendo toda su pasión y muerte por amor a cada uno de nosotros, para rescatarnos de la muerte, purificarnos del mal, perdonarnos nuestros pecados y obtenernos la vida eterna.

¿Cómo no vamos a sumergirnos en este gran misterio de nuestra fe? Los acontecimientos que celebramos en la Semana Santa son la manifestación más sublime del amor de Dios por el hombre, creado a su imagen y semejanza. Por eso, son días propicios para volver a despertar en nosotros un deseo más intenso de unirnos a Cristo y seguirle generosamente, conscientes de que nos ha amado hasta dar su vida por nosotros. Estos días santos procuraremos sumergirnos, mediante la contemplación y la celebración, en el derroche de amor de Dios por nosotros y buscaremos corresponder con obras concretas a tanto amor.

Cristo muere pero al tercer día resucita. Esta es la gran verdad que proclamamos y anunciamos llenos de alegría. Su resurrección da sentido y fundamenta nuestra fe. Cristo vive y quiere vivir en ti y en mí. Abrámonos a la gran verdad que ilumina el mundo entero y vivamos siempre en ella.

Mn Xavier Argelich

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