La oración de los santos

Cuando San Juan Pablo II fue elegido papa y se disponía a salir al balcón central de la Basílica de San Pedro a saludar a los fieles presentes en la plaza, quiso primero entrar en la capilla papal y recogerse unos minutos en oración. Como se alargaba en su oración, el maestro de ceremonias papales se inquietó y se le acercó para decirle que si no salía al balcón la gente se extrañaría. La respuesta del nuevo papa fue: “se extrañarán más si el papa no reza”. Esta anécdota nos puede ayudar a descubrir la relación entre santidad y oración.

San Josemaría siendo un sacerdote joven escribió: “¿Santo sin oración?… -No creo en esta santidad” (Camino, 107).

Santa Teresa de Jesús relata en el libro de su Vida cómo buscaba la oración: “Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo… dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración” (Vida 4,8).

El Santo Cura de Ars, san Juan María Vianney, predicaba que “la oración abre los ojos del alma, le hace sentir la magnitud de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad”. (Sermón sobre la oración).

Si nos fijamos en un santo más reciente y que alcanzó la santidad siendo muy joven, Carlos Acutis, descubrimos su gran ideal: “Estar siempre unido a Jesús, ese es mi proyecto de vida”; y lo vivió centrado en la Eucaristía y en la oración ante Jesús Sacramentado.

El Beato Álvaro del Portillo hacía la siguiente consideración: “La oración es nuestra fuerza, es la palanca que remueve el corazón misericordioso del Salvador”. Y nos animaba diciendo que “toda la existencia del cristiano ha de convertirse en oración”.

Podríamos seguir recordando tantos y tantos santos, de hecho, la Iglesia nos invita este mes a tenerlos presentes e imitarles, por eso lo iniciamos con la fiesta de Todos los Santos. ¿Qué es lo más común a todos ellos además de la fe grande que profesaron? Sin duda, lo que los une a todos es una intensa vida de oración.

Mn. Xavier Argelich

El arte de la oración

En una ocasión, san Juan Pablo II nos confiaba: «Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo, sobre todo, por el arte de la oración, ¿Cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!».

Seguramente, todos nosotros buscamos y queremos amar a Dios Padre con todas nuestras fuerzas. De ahí que procuremos ejercitarnos en el arte de la oración. Para ello, necesitaremos poner en acto las potencias del alma: la inteligencia y la voluntad, la memoria, la imaginación y los sentimientos. El Señor se sirve de ellas como cauces para entrar en diálogo con nosotros.

Por experiencia sabemos que no hay dos ratos de oración iguales. Es posible que alguna vez hayamos intentado encontrar un método para que nuestra oración sea más fluida o, al menos, que nos salga con más facilidad. Hasta que descubrimos que no hay métodos para hacer oración. La oración es un arte, es decir, hay que saber acudir al Espíritu Santo y dejarle actuar. Él es fuente de continua novedad; Él es quien toma la iniciativa y actúa en nuestra inteligencia, voluntad, imaginación y sentimientos.

La acción del Espíritu Santo, no obstante, de manera habitual cuenta con nuestro esfuerzo para entablar el diálogo de la oración. Habrá momentos en los cuales no nos será fácil orar con fluidez y con la imaginación y los sentimientos activos. En estos momentos podemos recurrir a los actos de fe y de amor, a las jaculatorias, a la Sagrada Escritura, a textos de la liturgia o de autores espirituales, o simplemente lo miraremos y contemplaremos presente en el Sagrario o en nuestra alma en gracia. El deseo de estar a solas con Él ya es diálogo que transforma.

En algunas ocasiones irrumpirán luces y afectos que darán fluidez a la oración y nos ayudarán a percibir la presencia de Dios. Aprovechémoslos y demos gracias a Dios.

Mn. Xavier Argelich

Oración, silencio y constancia

Iniciamos un nuevo curso como siempre con renovada ilusión y esperanza. Ponemos todo nuestro trabajo, esfuerzo y proyectos en manos de Dios y le pedimos que todo nos sirva para acercarnos más a Él, para crecer en el amor a Dios y a los demás. Acudimos especialmente a la intercesión maternal de María.

Nos ayudará empezar el curso seguir reflexionando sobre la oración del cristiano, la oración del que se sabe y se siente hijo de Dios.

La oración mental o personal reclama una serie de particularidades. En primer lugar, el silencio, sobre todo el silencio interior sin dejar de procurar también el exterior. El silencio interior es necesario para que nuestra oración fluya, para poder estar atento a los requerimientos del Señor, a sus mociones e inspiraciones y especialmente para dejar de ser el centro de nuestros pensamientos. Hay que procurar acallar las pasiones, las preocupaciones y todo aquello que impide el recogimiento interior para poder entablar un diálogo amoroso con nuestro Padre Dios. El silencio exterior nos facilitará llegar al interior, pero no siempre será posible. Al menos debemos evitar aquel que nos procuramos nosotros mismos y que nos distrae “voluntariamente” como pueden ser el móvil, la música, el dejar de hacer cosas y ponernos a orar.

El segundo aspecto necesario para tener vida de oración es la constancia, porque orar es costoso, supone tiempo y esfuerzo personal. Al igual que con el silencio hay una constancia exterior para mantener un momento concreto al día y una duración determinada del rato de oración y, esto, un día y otro. San Josemaría nos anima diciendo que “comenzar es de todos; perseverar, de santos”. Si somos constantes en la oración surgirá un buen hábito que nos facilitará ser almas de oración y alcanzar esa amistad con Dios que nos llenará de consuelo, paz y alegría. En definitiva, la oración perseverante nos cambia la vida.

Y luego está la constancia interior que es disciplina en la escucha. Nos lleva a centrar la inteligencia que tantas veces se dispersa; mueve la voluntad que no termina de querer; alimenta los afectos que nos acompañan y nos facilitan amar a Dios.

Mn. Xavier Argelich

Vida de oración

Este mes celebraremos, como cada año, la solemnidad de la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma. Es una fiesta que nos ayuda a fijarnos una vez más en la Virgen María y en su respuesta a la llamada de Dios, que culmina, precisamente, con el privilegio de ser Asunta al cielo. Toda la vida de María es un cumplir la voluntad de Dios. Nos podemos preguntar cómo logra vivir de esta manera. La respuesta no sólo está en los grandes privilegios de los que fue dotada desde su Inmaculada concepción sino también en su correspondencia personal y libre a tales privilegios. Al fijarnos en su vida descubrimos que María es un alma de oración, que tiene vida de oración.

La tradición nos la muestra recogida en oración en el momento de la Anunciación. Cuando visita a su prima Santa Isabel exclama en un cántico magnífico, una oración preciosa y elevada, fruto de su trato personal con Dios. Ante los acontecimientos de su Hijo que no acaba de comprender, la Sagrada Escritura afirma que los guardaba y meditaba en su corazón. Al pie de la Cruz la vemos en unión de corazón, de intención y de petición con la entrega suprema de su Hijo por todos nosotros. Y, en el momento de la Asunción, nos es fácil imaginarla recogida en oración rodeada de los Apóstoles, igual que en Pentecostés. El secreto de su vida santa es el mismo de todos los que queremos alcanzar la santidad: Vida de oración.

El Catecismo de la Iglesia Católica dedica toda su cuarta parte a la oración. En su título tercero nos habla precisamente de la vida de oración, sería muy bueno repasarlo durante este tiempo estival. Ahí encontramos expresiones que nos impulsaran a crecer en esta característica tan propia de Cristo y de los cristianos. Sabemos que la oración va unida al “combate espiritual” y que requiere un esfuerzo personal para conseguir ser alma de oración. La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. En la oración nos descubrimos y descubrimos a Dios y buscamos unirnos más a Él y cumplir su voluntad. La oración perseverante acrecienta nuestro amor a Dios y a los demás y nos descubre las maravillas de la vida nueva en Cristo.

Mn. Xavier Argelich

Camino al jubileo, camino de oración

El Santo Padre nos anima a prepararnos para el año jubilar 2025 mediante la oración. Durante estos últimos meses hemos reflexionado sobre la Santa Misa, fuente y culmen de la vida cristiana y, por lo tanto, el modo más excelso se dirigirse a Dios y tener vida de oración.

Durante los próximos meses nos vamos a centrar en la oración como manifestación de nuestra relación personal con Dios. No trataremos tanto de la oración comunitaria como de la oración personal, aquella que cada uno, a su manera y con sus palabras dirige a Dios desde su condición de hija o hijo de Dios.

En palabras del Papa Francisco, al hablar de este año dedicado a la oración nos anima a ser almas de “Oración que permite a cada hombre y mujer de este mundo dirigirse al único Dios, para expresarle lo que tienen en el secreto del corazón.  Oración como vía maestra hacia la santidad, que nos lleva a vivir la contemplación en la acción.  En definitiva, un año intenso de oración, en el que los corazones se puedan abrir para recibir la abundancia de la gracia, haciendo del “Padre Nuestro”, la oración que Jesús nos enseñó, el programa de vida de cada uno de sus discípulos.”

El Jubileo ha sido siempre un acontecimiento de gran importancia espiritual, eclesial y social en la vida de la Iglesia. El pueblo cristiano ha vivido siempre la celebración de un año jubilar como un don especial de gracia, caracterizado por el perdón de los pecados y, en particular, por la indulgencia, expresión plena de la misericordia de Dios. Preparémonos con oración, busquemos recorrer este camino hacia el jubileo dedicando cada día un rato a esa conversación filial con Dios que nos permite entablar una relación sincera y vital con quien nos ama inmensamente.

Mn. Xavier Argelich

Sacramento de Amor

Este año, el mes de junio, dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, empieza con la Solemnidad del Corpus Christi, lo cual nos permite adentrarnos en el amor de Dios por nosotros contemplando precisamente el Sacramento de tanto amor. Los evangelios nos presentan el momento de la  institución de la Eucaristía como la manifestación extrema del amor de Dios: “habiéndolos amado, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

La Santísima Eucaristía, en palabras de Benedicto XVI “Es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable Sacramento se manifiesta el amor «más grande», aquél que impulsa a dar la vida por los propios amigos”. Procuremos siempre, pero de manera especial este mes, participar del Santo Sacramento con fervientes deseos de descubrir este inmenso amor de Dios por cada uno de nosotros. Deseemos de verdad la Santa Misa, recibamos su Cuerpo y su Sangre con auténtica piedad y devoción, descubriendo a Cristo que nos ama entregándose por nosotros, mostrándonos todo su amor misericordioso, amable y profundo.

De esta manera, nos será fácil introducirnos en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Un corazón de carne como el nuestro pero Sacratísimo, sin corrupción y sin ningún tipo de apego desordenado, todo lo contrario, puro y limpio, inmenso, en el que cabemos todos. Descubriremos cómo es el amor de Dios por nosotros, nos ama infinitamente a cada uno con toda su divinidad y humanidad. Y ese descubrimiento nos impulsará a querer corresponder a tanto amor, anhelando recibirlo en la Eucaristía y llevándolo a los demás, con nuestra caridad manifestada en pequeñas obras de amor y entrega que el que se sabe amado y sabe amar es capaz de descubrir todos los días de su vida, como la Virgen María.

Mn. Xavier Argelich

María, mujer eucarística

Mes de mayo, mes de María. Continuando con nuestras reflexiones mensuales sobre la Eucaristía, vamos a recordar unas palabras de San Juan Pablo II recogidas en su Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, con la que ampliaba el Santo Rosario con los misterios de luz y nos hacía contemplar en ellos la Institución de la Eucaristía. De esta manera “al descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él”.

“A primera vista, el evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los apóstoles, concordes en la oración (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos en la fracción del pan (Hch 2, 42).”

“Pero, más allá de su participación en el banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer eucarística con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo misterio”. Descubriremos, al contemplar la actitud de María durante toda su vida, su constante adoración, gratitud, petición a favor de las necesidades de los demás y su unión en la cruz al misterio redentor.

“María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía”. Procuremos descubrir la presencia de María al participar en la Santa Misa.

Mn. Xavier Argelich.

¡El Señor ha resucitado!

Este es el anuncio que la Iglesia proclama desde hace siglos, el mismo que durante estos días de Pascua resuena sin cesar en la Liturgia, como un canto de alegría que llena de esperanza nuestra vida. Una esperanza que es sobrenatural y, por lo tanto, no es un simple deseo de alcanzar algo que no se tiene, como las esperanzas puramente terrenas, que a menudo no llegan a realizarse y, cuando se cumplen, dejan siempre un poso de insatisfacción. No, es una esperanza teologal y por lo tanto cierta, segura y de la cual ya disfrutamos en esta vida porque la resurrección de Cristo nos pone en condición de conocer y de gustar los bienes eternos que esperamos alcanzar con plenitud en la vida eterna.

La Santa Misa nos hace presente constantemente esta esperanza, por eso, la comunión eucarística es prenda de vida eterna. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, así nos lo ha asegurado el mismo Cristo. Además, la Santa Misa es el memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo. Es memorial, no sólo memoria o recuerdo de algo que pasó. La palabra memorial significa que el Sacrificio del Calvario y la Resurrección de Cristo se hacen presentes cada vez que se celebra la Misa. Es decir, la Santa Misa es el mismo sacrificio de la Cruz que se renueva sobre el altar. Cristo se vuelve a ofrecer a Dios Padre por nosotros.

La misa, al ser el memorial del misterio pascual de Cristo, nos convierte en partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte y da significado pleno a nuestra vida. Nos llena de esperanza y nos impulsa a llevar esta esperanza a los demás. El tiempo pascual que iniciamos es un tiempo eminentemente eucarístico y, si lo vivimos así, nos ayudará a buscar en todo lo que hacemos a Dios y nos impulsará a anunciar que Cristo vive y nos invita a seguirle llenando de verdadera esperanza nuestra existencia.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

Mn. Xavier Argelich

Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros

Nos acercamos a la Semana Santa. Estamos recorriendo el camino cuaresmal que nos prepara para vivir el momento más sublime de nuestra fe. Tal como nos recuerda el apóstol Juan, Jesús “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”.

El misterio del amor de Dios por nosotros culmina con la Pasión, muerte y Resurrección de nuestro Señor. Es ahí donde se manifiesta este amor extremo, al dar su vida en rescate por nuestros pecados. Jesucristo “desea ardientemente” cargar con todas nuestras ofensas para obtenernos el perdón de Dios y hacernos Hijos de Dios, llamados a la vida eterna. No podemos más que agradecérselo.

Este acto sublime de su amor, muriendo en la Cruz, lo anticipa sacramentalmente la tarde del jueves santo, instituyendo la Eucaristía. Durante la celebración de la Última Cena el Señor nos entrega el memorial de su muerte y resurrección y lo hace entregándose a nosotros como alimento de Vida eterna. Lleva a cumplimiento su discurso eucarístico: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré el último día”. Bien claro y preciso. Por eso, la noche anterior a su muerte, tomó pan, lo bendijo y se lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo entregado por vosotros” y lo mismo tomando el cáliz: “Esta es mi Sangre derramada por vosotros”. Para luego perpetuar este momento a lo largo de los siglos encomendándoselo a los apóstoles y a sus sucesores: “haced esto en memoria mía”.

Ante tan grandioso regalo de Dios a los hombres, no podemos más que caer de rodillas ante el Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Lo adoramos, lo alabamos y lo respetamos profundamente. Por eso, procuraremos participar de este gran misterio con toda la limpieza del alma y del cuerpo posible, con reverencia y veneración y con un profundo agradecimiento. Amemos y cuidemos nuestras comuniones como manifestación evidente de nuestra fe en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Mn. Xavier Argelich

Camino del calvario

Dentro de unos días entraremos en la Cuaresma, tiempo de intensa preparación espiritual para llegar con Cristo al Calvario, contemplar su Pasión y muerte para luego alegrarnos de su Resurrección.

Es verdad, es un camino largo, angosto y sacrificado que nos lleva a la penitencia personal y colectiva, pero nos transforma interior y exteriormente. Nos hace contemplar nuestra vida desde la perspectiva de la entrega y la renuncia personal para que el amor de Dios pueda crecer y adueñarse de nosotros, transportándonos a la verdadera vida de los hijos de Dios, a la vida sobrenatural, vivida en medio del mundo con total libertad y generosidad, desprendidos de lo mundano para poder saborear los bienes verdaderos y duraderos.

Jesucristo recorrió el camino del calvario solo. Los que le seguían huyeron, menos su Madre y san Juan y algunas mujeres valientes. Lo recorrió abrazado a la cruz, por amor a nosotros, sin rehuir del dolor y del sufrimiento, con el deseo ardiente de conseguirnos el perdón de nuestros pecados y la salvación de nuestras almas. Cristo nos quiere para Él, para que tengamos la felicidad plena que sólo Dios puede conceder.

¿Cuál puede ser la mejor manera de recorrer este camino? Lo sabemos bien, junto a Jesús. Caminando con Él recorriendo nuestra vida ordinaria con sentido sobrenatural, con deseos de ser corredentores, haciendo con decisión y lo mejor posible aquello que tenemos que hacer, nuestras ocupaciones diarias. Para ello, el mejor modo es unirnos y unir nuestras acciones al sacrificio de Cristo en la Cruz, es decir, la Santa Misa.

Procuremos adentrarnos en el gran misterio del Sacrificio de Cristo por los hombres, preparemos bien nuestras misas y vivámoslas con la máxima piedad posible, saboreando la liturgia y descubriendo todo su significado y valor, para alcanzar una unión espiritual, y por tanto real, con el Amor de los amores, con Cristo. ¡Gocemos de la Santa Misa!, dejémonos transformar por ella. Las prácticas cuaresmales del ayuno, la abstinencia, la oración y la limosna nos permiten recorrer el camino del calvario con este deseo de unirnos a Cristo Salvador.

Mn. Xavier Argelich

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