Terremotos y maremotos; ¿son señales del fin del mundo?

Por Enrique Cases
Tomado de Temes d’Avui

Los medios de comunicación recogen con sorpresa la acumulación de desgracias naturales que siembran muerte y destrucción. Terremoto en Haití. Terremoto, maremoto y tsunami en Chile. Inundaciones en Perú. Ochenta barcos atrapados por el hielo en el Báltico. Ola gigante siembra muerte en el tranquilo mar Mediterráneo. La contemporaneidad de los hechos mueve la curiosidad e intenta explicarlos. Alguno pensará en los signos profetizados para los últimos tiempos a los que se puede añadir una extensa apostasía en los países más cristianos, el aumento extraordinario del aborto y la eutanasia que son un cumplimiento de la profecía recogida por Marcos: “el hermano entregará al hermano, y el padre al hijo y se levantarán los hijos contra los padres para hacerles morir” (Mc 13,12).

Vale la pena recoger los textos que hablan de los signos del fin de los tiempos para despertar la vigilancia y saber entender los signos de los tiempos. Veamos primero a Mateo que es el más extenso tratando el tema. “En cuanto a aquel día y a aquella hora, nadie la conoce: ni los ángeles, ni el Hijo, sino sólo el Padre”; cosa comprensible pues el temor, el desaliento, el cansancio, o la despreocupación podrían hacer mella en los hombres y conviene que cada uno luche en el presente. Respecto al final absoluto queda claro que se trata de un Juicio lleno de verdad: “Y cuando venga el Hijo del hombre en su majestad y todos los ángeles con Él, entonces se sentará sobre el trono de Su Majestad, y serán congregadas delante de El todas las gentes, y los apartará los unos de los otros, como el pastor aparta las ovejas de los cabritos”.

Estas revelaciones son importantes pues muestran que existe un final de la historia y un cumplimiento cabal de la sabiduría divina sea cual sea la respuesta humana, pero importa menos para la persona individual, ya que cada uno al morir es juzgado según sus obras; los justos van al Cielo, los pecadores al infierno, y aquellos que están en gracia pero tienen pecados veniales o imperfecciones por purificar van al Purgatorio, según nos enseña la doctrina cierta de la Iglesia. Lo más novedoso son los signos que precederán al momento final, inicio de la consumación y del tiempo de prueba para la Humanidad entera. Eso es lo que reveló Jesús a los suyos contemplando aquel Templo que sería destruido al poco tiempo por la incredulidad de muchos.

Las palabras del Señor sobre lo que acaecerá en los últimos tiempos se van mezclando con lo que sucederá al Templo y al Israel incrédulo, y, en cierta manera, sucederá siempre a la Iglesia a lo largo de los siglos. Muchas veces se ha visto lo sucedido a Jerusalén como un preludio de lo que puede suceder a la humanidad si no se da una suficiente fidelidad a Dios. Veamos lo fundamental de las palabras del Señor.

Lo primero es el engaño, las guerras y las catástrofes naturales. Así lo enuncia uno de los evangelistas: “mirad que nadie os engañe. Muchos vendrán en mi nombre diciendo: ‘Yo soy´, y engañarán a muchos. Cuando oigáis que hay guerras y rumores de guerras, no tengáis miedo. Es preciso que esto suceda, pero no es todavía el fin. Pues se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino. Habrá terremotos en diversos sitios, habrá hambres”. Muchos han visto en estas palabras lo que sucedió antes del año 70 en que fue destruida Jerusalén. Es notorio que también han sucedido muchas cosas similares a lo largo de la historia, pero parece que serán más intensas estas pruebas antes del fin definitivo, pues es sólo “el comienzo de los dolores”. Quedémonos con los consejos de Jesús para estas pruebas: “No tener miedo”, “No dejarse engañar”, “Prepararse para la batalla de la fe”.

La segunda serie de señales es la aparición de persecuciones similares a las que padeció Cristo. Con estas revelaciones les previene contra la tentación de pensar que el suyo será un triunfo fácil. Mateo lo escribe así: “Entonces os entregarán a los tormentos, y os matarán, y por mí seréis odiados de todos los pueblos. Muchos desfallecerán y unos a otros se traicionarán y se odiarán mutuamente. Surgirán muchos falsos profetas y con el crecer de la maldad se enfriará la caridad de muchos”, realidades fuertes que sólo atempera la insinuación de San Pablo sobre la conversión de los judíos. Ante el posible temor producido por estos descubrimientos les consuela diciendo que tendrán una ayuda especial del Espíritu Santo para perseverar: “El que persevere hasta el fin, ese se salvará”, es más, “No se perderá ni un cabello de vuestra cabeza”, pero necesitan paciencia.

Las señales de la ruina de Jerusalén también son aplicables al fin del mundo, se trata de la “abominación de la desolación”. Con esta expresión el profeta Daniel señala una idolatría enorme, algo así como la profanación del Templo de Dios realizada por Antíoco al colocar un ídolo allí; o bien ocupar el lugar más sagrado de una manera sacrílega y llena de un sorprendente poder. Las palabras “donde no debiera estar”, citadas por Marcos, quizá anuncian un poder humano que intentará suplantar el poder divino en la tierra que ejerce la Iglesia. El consejo del Señor para esta situación es rezar: “Orad para que no suceda en invierno”, expresión que quizá quiere decir con pocos frutos, aunque la oración de los justos acortará el tiempo de prueba. “Habrá en aquellos días tal tribulación cual no la ha habido desde que Dios creó hasta ahora, ni la habrá. Y si el Señor no acortase aquellos días, nadie se salvaría. En atención a los elegidos se abreviará”. Estas señales ya son más directamente aplicables al fin de los tiempos.

La tercera serie de señales es la aparición de falsos Cristos y falsos profetas, capaces de hacer prodigios y “de engañar si fuera posible a los elegidos”, dice el Señor. San Pablo añade que vendrá “una gran apostasía”, unida a la aparición de “un anticristo” al que llama “hijo de la perdición que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse a sí mismo Dios”.

La destrucción de Jerusalén fue escenario de lo esencial de estas señales, las cuales son signos de lo que sucede ahora y lo que sucederá al final en un grado máximo. Jesús ilustrará su revelación del futuro con algunas palabras como la de la higuera estéril, las vírgenes, los talentos, para exhortar a la vigilancia: “estad alerta, vigilad; porque no sabéis cuando vendrá este tiempo”, pues “no sabéis ni el día ni la hora”; e incluso les previene de una insensata confianza como la que se dio antes del diluvio universal “se comía, se bebía, tomaban mujer y marido, hasta el día que Noé entró en el arca”.

El final de la exposición de Jesús sobre aquellos hechos fue sorprendente, pues dijo: “Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se obscurecerá y la luna no dará su resplandor y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre, y en ese momento todas las tribus de la tierra prorrumpirán en llantos. Y verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria. Y enviará a sus ángeles que, con trompeta clamorosa, reunirán a sus elegidos desde los cuatro vientos, de un extremo a otro de los cielos”. Realmente es el dies irae del que habla San Pablo: día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual retribuirá a cada uno según sus obras: la vida eterna para quienes, mediante la perseverancia en el bien obrar, buscan gloria, honor e incorrupción; y la ira y la indignación, en cambio, para quienes, con contumacia, no sólo se rebelan contra la verdad, sino que obedecen a la injusticia”

Si a estos signos unimos el cumplimiento de la profecía de la vuelta a Jerusalén de las doce tribus dispersas por el mundo, como ocurrió en 1948, conviene que la vigilancia serena para perseverar ha de encontrarse bien purificada.

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Me gustaría terminar con algunas breves consideraciones: primeramente decir que señales como las mencionadas anteriormente las ha habido a lo largo de la historia. No son definitivas –”el día y la hora nadie lo sabe”– sino que son signos que nos han de mover a la vigilancia y a la conversión. En segundo lugar que si estos signos nos muestran la justicia de Dios, nunca podemos olvidar que en Dios la justicia se da unida a la misericordia: estos hechos son llamadas que nos tienen que llevar a seguir el camino del hijo pródigo, a volver hacia la casa del Padre. Y en tercer lugar que los cristianos hemos de vivir siempre de esperanza, virtud que nos dice que, después de una purificación, nos aguarda el abrazo de Dios Padre en la vida eterna.

Enrique Cases

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