Iniciamos un nuevo curso como siempre con renovada ilusión y esperanza. Ponemos todo nuestro trabajo, esfuerzo y proyectos en manos de Dios y le pedimos que todo nos sirva para acercarnos más a Él, para crecer en el amor a Dios y a los demás. Acudimos especialmente a la intercesión maternal de María.
Nos ayudará empezar el curso seguir reflexionando sobre la oración del cristiano, la oración del que se sabe y se siente hijo de Dios.
La oración mental o personal reclama una serie de particularidades. En primer lugar, el silencio, sobre todo el silencio interior sin dejar de procurar también el exterior. El silencio interior es necesario para que nuestra oración fluya, para poder estar atento a los requerimientos del Señor, a sus mociones e inspiraciones y especialmente para dejar de ser el centro de nuestros pensamientos. Hay que procurar acallar las pasiones, las preocupaciones y todo aquello que impide el recogimiento interior para poder entablar un diálogo amoroso con nuestro Padre Dios. El silencio exterior nos facilitará llegar al interior, pero no siempre será posible. Al menos debemos evitar aquel que nos procuramos nosotros mismos y que nos distrae “voluntariamente” como pueden ser el móvil, la música, el dejar de hacer cosas y ponernos a orar.
El segundo aspecto necesario para tener vida de oración es la constancia, porque orar es costoso, supone tiempo y esfuerzo personal. Al igual que con el silencio hay una constancia exterior para mantener un momento concreto al día y una duración determinada del rato de oración y, esto, un día y otro. San Josemaría nos anima diciendo que “comenzar es de todos; perseverar, de santos”. Si somos constantes en la oración surgirá un buen hábito que nos facilitará ser almas de oración y alcanzar esa amistad con Dios que nos llenará de consuelo, paz y alegría. En definitiva, la oración perseverante nos cambia la vida.
Y luego está la constancia interior que es disciplina en la escucha. Nos lleva a centrar la inteligencia que tantas veces se dispersa; mueve la voluntad que no termina de querer; alimenta los afectos que nos acompañan y nos facilitan amar a Dios.
Mn. Xavier Argelich