La liturgia de la Palabra de este tiempo pascual nos presenta las diversas apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles, a algunas mujeres y a otros discípulos, que llenos de alegría escuchan sus últimas enseñanzas sobre el Reino de Dios. A los cuarenta días de la resurrección el Hijo vuelve al Padre. Después de enviarlos al mundo entero a predicar el Evangelio y a bautizar a los que crean en Él, y después de prometerles la venida del Espíritu Santa, mientras los bendecía asciende al cielo y se sienta a la diestra de Dios Padre. Así de sencillo, así de maravilloso.
Cristo, como hemos visto en los meses precedentes, vino al mundo para redimirnos del pecado y conducirnos a la perfecta unión con Dios, por eso, la Ascensión de Jesús inaugura la entrada en el cielo de la humanidad. Jesús es la Cabeza sobrenatural de los hombres, como Adán lo fue en el orden de la naturaleza. Como la Cabeza está en el cielo, también nosotros, que somos sus miembros, tenemos la posibilidad real de alcanzarlo, y a eso estamos llamados. Tal como Él nos ha dicho, se ha ido para prepararnos un lugar en la casa del Padre, para que dónde esté Él, estemos nosotros. ¡No deseemos nada más que llegar hasta Él!
Sentado a la derecha del Padre, Jesús continúa su ministerio de Mediador universal de salvación. Por eso, la Iglesia nos recuerda que “el Señor reina con su humanidad en la gloria eterna del Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene preparado” (Compendio, 132).
Diez días después de la Ascensión al cielo, Jesús envió el Espíritu Santo a los apóstoles, reunido con María, la Madre de Jesús. Y continúa enviándole a los que lo aman. Este mes, junto a María preparémonos para celebrar las fiestas de la Ascensión del Señor y de Pentecostés.
Mn. Xavier Argelich