Con el fallecimiento de Benedicto XVI nos deja un sacerdote, un teólogo, un obispo, un cardenal y un Papa que se veía a sí mismo como “un humilde trabajador de la viña del Señor”. Junto al dolor, es natural que demos gracias a Dios por su vida y sus enseñanzas. La última lección del pontífice alemán ha sido la discreción y sobriedad con que ha vivido desde 2013, en actitud de oración. (…)
En sus casi ocho años de pontificado, Benedicto XVI nos ha dejado un gran patrimonio espiritual y doctrinal, formado por las encíclicas, Deus caritas est, Spe salvi, Caritas in veritate; además de abundantes exhortaciones apostólicas y homilías. Es enormemente rico el magisterio realizado a través de las audiencias de los miércoles, como el referido a la Iglesia, a los Apóstoles y a los Padres de la Iglesia, o el ciclo de audiencias sobre la oración, que constituye un tratado de gran belleza y profundidad sobre el diálogo con Dios.
Toda su vida podría recapitularse en una preciosa frase que pronunció en la misa de inicio de su ministerio petrino: “No hay nada más bello que dejarse alcanzar por el Evangelio, por Cristo”. Para él, la felicidad “tiene un nombre, tiene un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía”.
Benedicto XVI condujo la barca de la Iglesia por el mar de la historia con los ojos puestos en Jesucristo, en los “días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante y momentos en los que las aguas se agitaban, el viento era contrario, y el Señor parecía dormir”. Pero sabía que la barca era de Cristo.
Benedicto XVI ha sido “una de esas luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo orientación para nuestras vidas”, como tan bellamente expresaba en la encíclica Spe Salvi.
Su trabajo en la viña de la Iglesia le habrá hecho merecedor de las amorosas palabras de Cristo: “Ven, siervo bueno y fiel, entra en la casa de tu Señor”.
Mns. Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei y colaborador de Benedicto XVI.