En una ocasión, san Juan Pablo II nos confiaba: «Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo, sobre todo, por el arte de la oración, ¿Cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!».

Seguramente, todos nosotros buscamos y queremos amar a Dios Padre con todas nuestras fuerzas. De ahí que procuremos ejercitarnos en el arte de la oración. Para ello, necesitaremos poner en acto las potencias del alma: la inteligencia y la voluntad, la memoria, la imaginación y los sentimientos. El Señor se sirve de ellas como cauces para entrar en diálogo con nosotros.

Por experiencia sabemos que no hay dos ratos de oración iguales. Es posible que alguna vez hayamos intentado encontrar un método para que nuestra oración sea más fluida o, al menos, que nos salga con más facilidad. Hasta que descubrimos que no hay métodos para hacer oración. La oración es un arte, es decir, hay que saber acudir al Espíritu Santo y dejarle actuar. Él es fuente de continua novedad; Él es quien toma la iniciativa y actúa en nuestra inteligencia, voluntad, imaginación y sentimientos.

La acción del Espíritu Santo, no obstante, de manera habitual cuenta con nuestro esfuerzo para entablar el diálogo de la oración. Habrá momentos en los cuales no nos será fácil orar con fluidez y con la imaginación y los sentimientos activos. En estos momentos podemos recurrir a los actos de fe y de amor, a las jaculatorias, a la Sagrada Escritura, a textos de la liturgia o de autores espirituales, o simplemente lo miraremos y contemplaremos presente en el Sagrario o en nuestra alma en gracia. El deseo de estar a solas con Él ya es diálogo que transforma.

En algunas ocasiones irrumpirán luces y afectos que darán fluidez a la oración y nos ayudarán a percibir la presencia de Dios. Aprovechémoslos y demos gracias a Dios.

Mn. Xavier Argelich

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