Cuando un hombre y una mujer deciden contraer matrimonio, uniendo sus vidas mientras vivan, no sólo sellan su amor mutuo con el fin de amarse cada vez más, sino que, además, inician un camino juntos, con sus ilusiones y esperanzas concretas. Inician, por decirlo así, un proyecto común que irán construyendo con el paso de los años y su esfuerzo personal. Por eso, es también una tarea común, de ambos. Los dos deben caminar juntos, en la misma dirección y sentido. Deben querer los mismos fines y objetivos, empleando los mismos medios. Para eso hace falta amarse, saber lo que quieren, dialogar y consensuar. En definitiva, deben buscar ser felices en su vida matrimonial y familiar.
Para alcanzar la felicidad la única receta válida es procurar hacer feliz al otro. Esto facilitará desarrollar el proyecto común y el crecimiento en el amor mutuo y a los hijos que Dios les conceda. La unión entre un hombre y una mujer, para formar una familia, requiere que se viva la unidad tanto física como espiritualmente. El amor matrimonial, aunque comience por el sentimiento, se consolida por la unidad de objetivos, deseos y aspiraciones en el proyecto común de vida. De ahí que la donación de uno al otro deba ser total y permanente. Si uno de los dos, o los dos, se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se estaría donando totalmente.
Para alcanzar este objetivo común es importante evitar caer en el individualismo, que no es más que una manifestación de egoísmo. La vida matrimonial es vida de comunión, y ésta se da cuando se comparte todo, cuando hay generosidad y entrega. Para ello, cada uno debe buscar su crecimiento personal humana y espiritualmente. Crecer en las virtudes humanas, morales y teologales. Todas ellas conducen al desarrollo armónico de la persona y nos perfeccionan, haciendo fácil y agradable la donación al otro.
Cuando se da este crecimiento, en el matrimonio se crea la atmósfera que impide el individualismo egoísta y se facilita la maduración personal, alcanzando la felicidad deseada, que será plena cuando se logre la meta común y definitiva, el cielo.
Mn. Xavier Argelich