El amor humano, que conduce al matrimonio y a la familia, es un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Cuando un hombre y una mujer se entregan mutuamente en un acto de donación plena manifestado ante Dios, la Iglesia y la sociedad emprenden un camino de santidad que les debería conducir al encuentro definitivo con Dios, es decir, al cielo.
El matrimonio y la familia son una vocación divina, una llamada a vivir la vida de la gracia en plenitud. Dios llama a muchos bautizados a la vida matrimonial. De ahí que los esposos pueden afirmar con certeza que su unión esponsal es un camino divino, querido por Dios desde el mismo instante de la Creación del hombre y la mujer.
Con la venida al mundo del Hijo de Dios, además, el matrimonio ha sido elevado a sacramento, santificando la vida matrimonial y familiar. El Señor otorga a los esposos la gracia necesaria para que, juntos, recorran el camino que conduce a la vida eterna.
Cristo ha hecho del matrimonio un camino divino de santidad, para encontrar a Dios en medio de las ocupaciones diarias, de la familia y del trabajo, para situar la amistad, las alegrías y las penas –porque no hay cristianismo sin Cruz–, y las mil pequeñas cosas del hogar en el nivel eterno del amor.
La vida matrimonial y familiar no es instalarse en una existencia segura y cómoda, sino dedicarse el uno al otro y dedicar tiempo generosamente a los demás miembros de la familia, comenzando por la educación de los hijos, para abrirse, a continuación, a los amigos, a otras familias, y especialmente a los más necesitados. Pidamos a Nuestra Señora del Rosario por la santidad de la Familia.
Mn. Xavier Argelich