En estos días calurosos de verano, en los que un gran número de personas tienen unos días de merecido descanso, es normal que pretendan encontrar un poco de paz exterior para reponer las fuerzas desgastadas por el ajetreo diario del año. No siempre se consigue, dependerá de muchos factores externos ajenos a nuestra voluntad. Pero lo que, si que podemos conseguir todos, tengamos o no esos días de reposo, es la paz interior, esa paz del alma y el corazón que sólo Dios puede otorgar. Procuremos buscarla ahora y en todo momento, pidiéndosela con fervor a quien realmente nos la puede dar: nuestro Padre Dios.
Jesucristo se presenta a sus Apóstoles no sólo deseándoles la paz, como hacían todos los judíos, sino otorgándoles la paz: “Mi paz os doy, mi paz os dejo”. La verdadera paz es aquella que anida en nuestro interior, que nos lleva a actuar en todo momento con serenidad y confianza, por muy grandes y complicados que sean los problemas que nos asaltan. Es la paz del que tiene la conciencia tranquila porque tiene el alma limpia. Porque busca el Reino de los Cielos, escucha la Palabra de Dios y se esfuerza por vivirla. Confía en Dios y encuentra, así, la paz duradera.
Cuántas veces se oye decir a la gente que entra por primera vez en Montalegre: “Qué paz hay aquí”. Y no es por el silencio del ambiente, o porque esté la Iglesia vacía en ese momento, sino porque realmente la belleza del Templo y sobre todo la presencia de ÉL, transmiten paz. Un rato de oración ante el Sagrario o ante una de las imágenes de la Virgen, o ante el crucifijo del fondo de la nave, llenan de paz. Esa conversación sincera con el sacerdote que te escucha y esa confesión, también sincera y profunda, nos llenan de paz. María, Asunta al cielo, que busquemos esa paz.
Mn. Xavier Argelich