Algunas personas ven el árbol de Navidad como perteneciente a una simbología pagana que se ha “infiltrado” entre las costumbres cristianas. En realidad se trata de un error. Es verdad que ha venido de fuera. Nace, sí, a partir de unas celebraciones paganas, pero hace muchos siglos que fueron cristianizadas por los Evangelizadores.
Los antiguos germanos tenían la creencia de que el mundo y todas las estrellas que se pueden contemplar en los cielos estaban como colgados de las ramas de un árbol gigantesco que sería el Dios Odín. A ese Dios le rendían culto en el día del solsticio de invierno, muy cercano a la celebración cristiana de la Navidad, momento en que los días que hasta este momento han sido cada vez más cortos, empiezan de nuevo a crecer, y parece que la vida se renueva. La celebración festiva consistía en adornar un roble con antorchas que representaban a los astros del cielo mientras bailaban y cantaban a su alrededor.
San Bonifacio, evangelizador de Alemania e Inglaterra, aprovechó aquella manera de celebrar y, con gran sabiduría catequética, la transformó en celebración cristiana. No se trataba de destruir, sino de reconducir, de llevar a plenitud de sentido. Cortó el roble de las celebraciones y plantó en su lugar un abeto, árbol de hoja siempre verde, símbolo del amor perenne de Dios y lo adornó con manzanas y velas, dándole así un simbolismo cristiano: las manzanas representaban las tentaciones, el pecado original y los pecados de los hombres; las velas representaban a Cristo, la luz del mundo y la gracia que reciben los hombres que aceptan a Jesús como Salvador.
Como se puede ver también el árbol de Navidad está cargado de sentido, que junto al nacimiento, tan propio de nuestras tierras, y a los villancicos, dan a nuestras casas y ciudades ese “ambiente de Navidad” tan propio de estos días.
Mn Francesc Perarnau