Este mes de agosto nos esperan los Juegos Olímpicos, un acontecimiento universal que se repite cada 4 años y que centrará la atención de millones de personas de todo el mundo durante bastantes días.
A lo largo de este tiempo veremos actuar muchos atletas, hombres y mujeres, en diferentes especialidades deportivas, en unos casos en deportes individuales, en otros en equipo. Y lo que contemplaremos nos hablará siempre de esfuerzo y superación para alcanzar unos objetivos. Miles de jóvenes han estado preparándose, esforzándose, luchando contra sus propios límites para poder llegar a competir en los Juegos.
De hecho el deporte, la práctica deportiva, con sus exigencias y sacrificios, dedicación y esfuerzo, desde el comienzo del cristianismo ha sido un punto de referencia en el que los predicadores se han fijado para hablar de la vida cristiana.
El mismo San Pablo lo hacía dirigiéndose a los Corintios:
¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos, sin duda, corren, pero uno solo recibe el premio? Corred de tal modo que lo alcancéis. Todo el que toma parte en el certamen atlético se abstiene de todo; y ellos para alcanzar una corona corruptible; nosotros, en cambio, una incorruptible. Así pues, yo corro no como a la ventura, lucho no como el que golpea al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que, habiendo predicado a otros, sea yo reprobado.(1 Co 9, 24)
La vida espiritual tiene grandes similitudes con la vida de los deportistas, con la gran diferencia de que la vida espiritual es para todos, jóvenes y mayores, que han de competir contra ellos mismos. Las virtudes cristianas necesitan la ayuda de Dios, pero también la correspondencia particular de cada persona, con la ilusión de llegar cada día un poco más allá, como los deportistas: un centímetro más alto, un centímetro más lejos, un segundo más rápido…
Además en esta Olimpiada el triunfo de uno no excluye a los demás, todos pueden alcanzar el lugar más alto de podio, todos podemos ser campeones.
Mn Francesc Perarnau