Por Remedios Falaguera
tomado de Temes d’Avui
Como mujer, católica y, por qué no decirlo, feminista, (entendiendo por ello, una defensa del hombre y la mujer, iguales en dignidad y derechos –por el hecho de ser creados por Dios a su imagen y semejanza–, pero con el enriquecimiento de sus naturalezas diferentes, que les hace ser, no uno mejor que otro, sino complementarios), me atrevo a reivindicar el papel fundamental que juega la mujer no sólo en la Iglesia, sino en la familia, la cultura, la educación, el trabajo profesional, en definitiva, en la sociedad en general.
Por esta razón, afirmo sin ningún rubor que no necesito “figurar” en un cargo eclesiástico para evidenciar mis cualidades femeninas con las que “saber hacer” un mundo más humano. Ni mucho menos. Sabedora de que en la la iglesia de Jesucristo, somos todos iguales, pero cada uno de sus miembros tiene su función y sus competencias, me sorprende cómo todavía hay quien arremete contra la Iglesia por no aceptar la ordenación de mujeres.
Reconozco que es un tema complicado y no pretendo hacer una disquisición de la tradición litúrgica y teológica acerca del papel de la mujer en la Iglesia del S. XXI. Para ello hay muchos teólogos que son especialistas en interpretar la Revelación y tutelar la doctrina de la Iglesia como servidores de los hombres.
Más aún, si alguno de ustedes desea profundizar en el tema, les puedo aconsejar la lectura del Código de Derecho Canónico de 1983, la Declaración Inter insigniores, el Catecismo de la Iglesia Católica, de 1992, la Mulieris dignitatem, o más concretamente la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis de Juan Pablo II,en la que podemos leer: “Por tanto, con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia.”
No obstante, el hecho de que el sacerdocio por voluntad de Jesucristo sea un sacramento que lo reciben los hombres no es, ni muchísimo menos, un signo de discriminación de la mujer en su participación en la Iglesia , o que la jerarquía no reconozca, rechace o margine sus dones y habilidades, e incluso, que sólo “se sirva” de las feligresas para realizar pequeños servicios materiales, como reparar un radiador que gotea, colocar flores frescas en el altar, o limpiar los despachos parroquiales después de la catequesis.
Es cierto que, considerando la importancia que Jesucristo daba a la mujer, una novedad revolucionaria para sus tiempos que rompió todos los moldes de la época, podría haber elegido a una mujer de gran valía humana y moral para realizar actividades de responsabilidad en la Iglesia. Pero, por motivos que solo Él conoce, no lo hizo. ¿La razón? No tengo ni idea. Sólo sé que Cristo quiso que la Iglesia fuese como es. Y, sus hijos, que vivimos de la fe en el mensaje que nos dirigió y de fidelidad a Su Iglesia, debemos grabarnos a fuego en el corazón que “la fidelidad a Cristo implica, pues, la fidelidad a la Iglesia, y la fidelidad a la Iglesia conlleva a su vez la fidelidad al Magisterio de la Iglesia” (Juan Pablo II a los profesores de teología en Salamanca en noviembre de 1982).
Es Él quien llama y elige. La iniciativa viene de lo alto. Por lo tanto, ¿Quiénes somos nosotros para distorsionar esta llamada?
¿Tan difícil resulta comprender que “la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”?
¿O que el sacerdocio es un sacramento, y como tal, Dios decidió que “la ordenación sacerdotal, mediante la cual se transmite la función, confiada por Cristo a sus Apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, desde el principio ha sido reservada siempre en la Iglesia católica exclusivamente a los hombres”, como señala la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis de Juan Pablo II?
Por lo tanto, dejémonos de bobadas. A pesar de que muchas mujeres son conscientes de su valía personal y humana para realizar “casi” todas las actividades de gobierno, gestión y evangelización reservada a los sacerdotes, no significa que la Iglesia se deje llevar por un machismo rancio y trasnochado excluyéndolas de ese servicio, ni que las considere menores en dignidad y en valía. “Porque Él conduce a su Iglesia, de generación en generación, sirviéndose indistintamente de hombres y mujeres, que saben hacer fecunda su fe y su bautismo para el bien de todo el Cuerpo eclesial para mayor gloria de Dios”, dice Benedicto XVI. Y añade, no podemos confundir “los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios”. Al contrario. Nunca como hasta ahora, las mujeres han jugado un papel tan necesario e insustituible en la vida de la Iglesia.
Es más, estas palabras me recuerdan a la Madre Teresa de Calcuta, a la que le gustaba decir: “Yo soy el lápiz de Dios. Un trozo de lápiz con el cual Él escribe aquello que quiere. Soy como un pequeño lápiz en su mano. Eso es todo. Él piensa. Él escribe. El lápiz no tiene que hacer nada. Al lápiz solo se le permite ser usado.”
Todo depende de Él. Nosotros, hombres y mujeres, somos meros instrumentos en sus manos, pequeños lápices, dispuestos a dejarse manejar para realizar esta locura de Amor.
Remedios Falaguera